La bicicleta y su enemigo interno
Foto de Claudio Olivares, vía Flickr.
Leo un excelente artículo firmado por Justin Glick aparecido en Next American City que trata sobre el negativo impacto producido por algunas organizaciones de ciclistas en el objetivo de masificar el uso de la bicicleta en nuestras ciudades. Lo que parece un contrasentido no lo es tal para muchas personas, que ven en el ciclista contemporáneo a un personaje poco amigable que con su actitud radical y esnob no hace más que espantar a potenciales pedaleros urbanos.
Glick, entusiasta promotor del uso de la bicicleta en la ciudad, señala que “mientras más se identifique al ciclismo con un estilo de vida alternativo, menores serán las posibilidades de tener a la mayoría de los norteamericanos sobre dos ruedas”. Según él la pregunta sería “¿cuál es la mejor estrategia para que la gente se sienta entusiasmada de subirse a una bicicleta? ¿Crear todo un revuelo alrededor de ella, enfatizando el cambio y haciendo de éste algo ‘cool’, o dejar a la bicicleta en el terreno de lo más aburrido posible, presentándola simplemente como una manera rutinaria y obvia de transportarse? Glick no lo piensa dos veces y escoge la segunda alternativa. Más, a continuación.
Y es que la mejor manera de conquistar a las masas – que se caracterizan precisamente por no ser cool – es hablándoles en su mismo lenguaje, un lenguaje que sabe poco de sofisticación pero sí de sentido común. Es por ello que Glick no se hace mayores problemas en criticar la distorsión del uso de la bicicleta, que presenta al ciclista urbano como un tipo divertido y sofisticado a la vez, que se viste de manera llamativa y que utiliza su medio favorito de transporte (también llamativo por cierto) no tanto como una manera de desplazarse de un lugar a otro, sino como una herramienta que le permite diferenciarse de la gran masa, a la que muchas veces ve incluso con desprecio. ¿Le interesa realmente a este personaje masificar el uso de la bicicleta? Es muy probable que no, porque la generalización del hábito le haría inmediatamente perder un estatus que la poca difusión de sus costumbres de desplazamiento le tienen más que garantizado. Mal que mal, no son pocos los que gustan de ser mirados como el loco lindo de la oficina o la familia por el solo hecho de pedalear en una ciudad donde esto constituye una rareza.
Este mismo ciclista es el que comúnmente radicaliza su discurso, llevándolo a límites que lo hacen sencillamente impracticable en una ciudad. Como me dijo alguien que se ha especializado en el tema de las ciclovías urbanas, “el principal enemigo de la bicicleta en la ciudad muchas veces son los mismos ciclistas, que quieren todo para ellos sin dejar espacio a los demás medios de transporte.” La estrategia de ver al automovilista como un enemigo más que como una persona a la cual persuadir ha hecho que no poca gente identifique a la bicicleta con un usuario odioso e intransigente, que lejos de conquistar nuevos adeptos con un discurso amable e inclusivo, los aleja con su actitud soberbia y pedante, como si andar en dos ruedas proveyera una suerte de superioridad sobre el resto de la población.
¿Dónde se debe evangelizar?
Cualquier campaña de masificación del uso de la bicicleta en la ciudad debe antes que nada identificar el público objetivo hacia quien irá dirigido su mensaje. En este sentido, la persona más proclive a hacer un cambio en sus costumbres de transporte es lo que podríamos denominar el “automovilista blando”, un sujeto que ocupa su coche por necesidad pero no por fanatismo, y que estaría dispuesto a probar otros medios si éstos le ofrecieran alguna ventaja, como economía, seguridad o rapidez. Este personaje generalmente no se cambia de buenas a primeras de un medio a otro, necesitando un período de adaptación para descubrir las ventajas del nuevo sistema, en este caso la bicicleta. Por ello resulta fundamental que se sienta cómodo mientras se aventura en el mundo de los pedales, y la mejor manera de sentirse así es verse rodeado de gente como él o ella, personas comunes y corrientes que ocupan la bicicleta no tanto porque sea entretenido o marque una diferencia social, sino porque sencillamente es un excelente vehículo para movilizarse en la ciudad. En otras palabras, este nuevo pedalero se afianzará en sus costumbres en la medida que éstas se conviertan en lo más rutinario posible, dejándole siempre la posibilidad de volver a su automóvil de vez en cuando sin mayor sentimiento de culpa.
Por ello soy contrario a las caravanas de la buena onda de ciclistas que ocupan todos los carriles de circulación de las principales calles de la ciudad de vez en cuando. Aunque lo que se quiere entregar es un mensaje alegre y amistoso, en la práctica este tipo de manifestaciones crean profundos anticuerpos en el resto de la población, que ve cómo una minoría colorida en el fondo sólo contribuye a congestionar más la ciudad. No conozco a nadie que haya visto la luz después de toparse con este tipo de manifestaciones, pero sí a muchos furiosos después de llegar tarde a una reunión o al estadio a raíz de una de estas cicletadas.
Concuerdo plenamente con Glick: si queremos multiplicar el uso de la bicicleta en la metrópolis debemos alejarla cuanto antes del discurso de lo alternativo, destinado de antemano a las minorías y tremendamente poco atractivo para una gran cantidad de potenciales ciclistas. Por ello es que propongo que probemos un rato teniendo como niño símbolo al burócrata González y su somnolienta cara; estoy seguro que muchísima gente se sentiría atraída a hacerle compañía.
Palabras al cierre
Nunca falta la campaña con el mimo en bicicleta, como si éste tuviera un poder de convencimiento avasallador sobre la población. Al respecto, quien ha ocupado con mayor éxito la idea fue el ex alcalde de Bogotá Antanas Mockus, quien lanzó a 500 de estos personajes a las calles para enseñar normas de comportamiento de tránsito a una población que para mediados de los noventa se guiaba exclusivamente por los dictados de la ley de la selva. Los mimos funcionaron en la medida que imitaban a quienes tenían malas costumbres de tránsito, ya fueran peatones o automovilistas. En este caso, los silenciosos hombres de cara blanca no actuaban por atracción (como pretenden los mimos ciclistas y los que promueven causas tan variadas como el uso del condón, los derechos de las ballenas y las campañas de Guido Girardi), sino por aversión, porque nadie en su sano juicio quería verse acompañado en público por un mimo que lo remedara. Si el precio de librarse de este personaje era cruzar sólo en las esquinas y con luz verde, pues era un costo que el peatón pagaba con todo gusto.
Escrito por Rodrigo Díaz
http://ciudadpedestre.wordpress.com/
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