Lo bueno de tener pobres en Las Condes
En el Gran Santiago, cargamos con gran cantidad de prejuicios y estigmatizaciones; desde apodos de “cuicos” y “flaites”, kilómetros de separación física, hasta distancias inabarcables entre realidades que no se topan en ningún momento. Así permanecen separados ciudadanos que mantienen entre sí una relación que se rige normalmente por la violenta pero silenciosa cultura de la Seguridad Ciudadana y el temor al vecino. La segregación residencial es sólo un punto más en el listado: actualmente ricos y pobres pueden vivir y morir sin jamás haberse topado, porque la ciudad lo permite. Autoridades y urbanistas tienen dificultades para abordar esta situación; discursos van y vienen, y Santiago lleva apellido de ciudad “segregada”. Sin embargo, en la pudiente comuna de Las Condes, un par de poblaciones contienen evidencias físicas de lo bueno de “no estar tan lejos” entre sí.
Hace tiempo, se presentaba una discusión en Plataforma Urbana donde comentamos algunas políticas urbanas de los 80s, cuando comunas como Lo Espejo fueron trazadas según criterios de homogeneidad social. La desventaja de ir clasificando de esa manera al territorio y a la población que en ahí vive, es una de las causas de los círculos viciosos que mantienen partes de la ciudad bajo situaciones de precariedad.
Al respecto, otra situación bastante comentada es la construcción de paños enormes compuestos fundamentalmente por vivienda social, que carecen en absoluto del soporte que requieren en cuanto a infraestructura y servicios.
Si sumamos esta situación de precariedad en cuanto a áreas verdes, equipamiento, actividades económicas e incluso culturales, a la distribución segregada de pobres y ricos producto del criterio de homogeneidad, tenemos por consecuencia el cese de la interacción social. Mas allá de esta última frase que hoy suena a cliché medio romántico, “interacción social” implica también la conformación de unidades administrativas que tienen el deber, y la posibilidad, de operar con más de una realidad social a la vez. Esto implica la presencia de importantes recursos para resolver situaciones de carencia.
La idea de una ciudad que se construye como cristalización de la interacción entre desarrollo y equidad, donde en pos del “bien común” se utiliza los recursos que aportan los excedentes de quienes se ven beneficiados por el sistema para proporcionarle lo que le falta a “los otros”, tiene en las poblaciones Colón Oriente y Vital Apoquindo de la comuna de Las Condes, un último reducto [antes de la utopía].
La evidencia construida son hospitales, consultorios, estadios, bibliotecas, colegios y una densidad de equipamiento impensable para otros sectores populares de Santiago. Pareciera que todo es gracias a una relativa heterogeneidad social.
Pero no hay que pensar en la panacea. Puede argumentarse que ahora no hay macrosegregación pero sí microsegregación; que las barreras son menos extensas y visibles, pero no por ello menos fuertes; que realmente siguen funcionando “juntos pero no revueltos”; que los otros vecinos le tienen miedo a la Colón Oriente; que el caso es insignificante comparada con la segregación en el resto del Gran Santiago.
Así es. Ese sueño de “ciudad compartida” puede no ser real. Sin embargo, unos pocos vecinos de Las Condes parecen recibir toda la ayuda [o la ciudad] que necesitan.
Y miles no.
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