Opinión – Podando las ciudades
(La Tercera, 17/08/2008)
Por Pablo Allard, arquitecto, doctor y máster en diseño urbano
Las recientes lluvias no sólo han limpiado nuestros cielos, sino además regalado un hermoso final de invierno. Los aromos se cubren de amarillo y los cerezos llenan de color campos y plazas. En la ciudad, este magnífico regalo de la naturaleza nos hace elevar la vista hacia los árboles de nuestras calles y parques, e inmediatamente nuestra placidez se torna en desazón, al enfrentarnos a un paisaje de cientos de troncos mutilados, follajes cercenados y marañas de ramas deformadas que surgen de verdaderos “chongos”, que evidencian el paso de insensibles podadores.
¿Cómo es posible que en un país, que supuestamente es potencia agrícola y forestal, que cuenta con los mejores ingenieros agrónomos y especialistas en manejo de especies, seamos capaces de tal desdén respecto al patrimonio arbóreo de nuestras ciudades? Acusar que carecemos de una cultura o tradición de paisaje urbano sería negar el legado que dejaron hace cerca de un siglo grandes paisajistas, como Prager, o notables exponentes contemporáneos, como Martner, Fernández, Moller o Grimm. Si tiempo atrás el paisajismo se consideraba erróneamente una disciplina menor o “cosmética”, hoy se está forjando en nuestro país no sólo una amplia oferta de cursos de especialización, diplomados o postítulos, sino que además los primeros programas de postgrado en Arquitectura del Paisaje y Paisaje Urbano, que entregarán a nuestro país profesionales y técnicos preparados.
Si tenemos las capacidades, ¿por qué no podemos contar con arboledas como las de grandes ciudades europeas, norteamericanas o simplemente, nuestros vecinos mendocinos? Para ser justos, plantar y mantener árboles urbanos en el valle central puede ser muy costoso y difícil, más aún en Santiago, donde el clima árido y las fricciones propias del trajín, contaminación y vandalismo aumentan dicha dificultad. A ello debemos agregar la lamentable decisión de entregar la mantención de los parque a los municipios, los cuales en su mayoría no cuentan con los recursos suficientes para hacerse cargo del solo riego de sus árboles.
No puedo terminar esta columna sin manifestar mi pesar por una ciudad que difícilmente podrá superar el daño que estos “descuartizadores urbanos” realizaron a su patrimonio arbóreo, y me refiero a Villarrica. Una ciudad con un entorno natural privilegiado, una de las vistas más hermosas de Chile, presenta en sus calles uno de los paisajes urbanos más lamentables que he visto. Cientos de añosos árboles fueron literalmente rapados y hoy se presentan como troncos deformes, sin ningún follaje y repletos de pequeñas ramas desordenadas que sólo intensifican su fealdad. Espero que tal desastre se haya debido a alguna peste o fuerza mayor y no a la desidia de sus autoridades, ya que Villarrica tiene el potencial y debe urgentemente entender que el turismo es pieza clave en su desarrollo, y ello pasa, primero que nada, por mejorar su degradada imagen urbana.