Un día en el Transmilenio
Los usuarios del transporte bogotano sufren las mismas incomodidades que los santiaguinos: aglomeración y tardanza con los buses de acercamiento. ¿Lo bueno? Su infraestructura es un poco más sofisticada y los troncales funcionan como reloj. Sin embargo en Bogotá se paga por cada viaje y los escolares no tienen tarifa diferenciada. Por Carolina Pezoa
Acostumbrada a movilizarme en micro, no le di mayor importancia al hecho de que mi alojamiento en Bogotá quedara lejos del centro. Esto, porque según algunos de los políticos chilenos que visitaron la capital colombiana el sistema de transporte cafetero es fenomenal. Guiada por sus buenos comentarios, decidí aventurarme y subirme al famoso Transmilenio para comprobar en terreno sus bondades. No por nada en el rediseño de la locomoción colectiva santiaguina se decidió copiar dicho modelo.
Pero la desilusión comenzó apenas dejado el hospedaje: de los flamantes buses articulados rojos no había nada. Punto no menor, pues cuando en Chile hablan del Transmilenio, casi por magia se les olvida explicar que el sistema de transporte funciona sólo en una parte de la ciudad y que el resto de su implementación tardará varios años más. Salta a la vista que también se les olvidó mostrar el sistema de transporte paralelo, que dicho sea de paso, es un caos.
Busetas multicolores
Mi primera impresión rememora al Santiago de los ‘80 y principios de los ‘90, cuando los recorridos se reconocían por sus colores y donde las liebres zigzagueaban para recoger pasajeros. Irremediablemente también las carreras que hasta hace poco más de un año hacían las micros amarillas. En las avenidas bogotanas, los paraderos son olímpicamente ignorados y las busetas se cruzan sin miramientos cuando alguien en la acera -o lisa y llanamente en la calle- levanta el dedo índice.
Estas especies de “liebres” son pequeñas y de difícil acceso, ya que un torniquete recibe al pasajero en el segundo escalón. Inmediatamente un cobrador humano -que nada tiene que envidiarle a los que acompañaban a los choferes de las micros amarillas, exceptuando que éste tiene su propio asiento y no un cojín como los de la versión criolla- cobra los 1.100 pesos colombianos (340 pesos chilenos) que cuesta la carrera. Un sinfín de autoadhesivos e imágenes religiosas coronan al chofer y su ayudante.
Al llegar al centro -trayecto que puede fácilmente durar media hora, ya sea en busetas, colectivos (que son como mini-mini-vans), o en buses de acercamiento- no es difícil ubicar las estaciones del Transmilenio.
Al igual que en avenida Grecia o Santa Rosa, los articulados utilizan corredores exclusivos. Pero, en vez de estar los paraderos al lado izquierdo, las estaciones están en medio de las dos calzadas (ambas con dos pistas cada una), pues los buses tienen las puertas al lado izquierdo. Ello no sólo permite el tedioso cambio de calzada, sino que es más seguro para los usuarios.
Los paraderos son pequeños y por lo mismo fácilmente sobrepasados a las horas peak: los accesos son angostos y sólo hay una caja con tres ventanillas, por lo que para el lector no será difícil imaginarse las colas y atochamientos que se forman, tanto al ingreso como en la salida, incluso al subir o bajar de los articulados.
El sistema de pago funciona como las tarjetas BIP, pero las colombianas se miden por pasajes y no por dinero. Cada viaje cuesta 1.500 pesos colombianos (460 pesos chilenos). Es decir, a estas alturas ya me he gastado 2.600 pesos sólo en la ida (720 pesos chilenos). Porque en Bogotá no hay tarifas diferenciadas. Los escolares pagan exactamente lo mismo que los adultos.
A diferencia de los guardias de amarillo que resguardan las estaciones del Metro santiaguino, policías de tránsito custodian los accesos.
Una vez al interior, es fácil seguir las instrucciones. Sobre cada una de las puertas de la estación (que se abren y cierran por sensores) hay letreros que indican qué recorrido para en cada una de ellas. Si no, hay sendos mapas con las distintas combinaciones de los troncales.
Otra diferencia con el Transantiago y el Metro: tanto en los articulados como en las estaciones está estrictamente prohibido ingerir alimentos o bebidas. En caso de que alguien se salte la norma, una voz recuerda la ordenanza.
Al detenerse los buses, al igual de lo que sucede en los paraderos del Transantiago y los andenes del Metro, cuesta que la gente deje bajar antes de subir. Empero, los asientos reservados (de color azul) sí son ocupados por lisiados, embarazadas y ancianos, porque aquí no sirve hacerse el dormido o mirar por la ventana. Las personas exigen sus derechos.
Algo destacable, eso sí, es que el Transmilenio funciona como reloj -por lo menos en los articulados- pese a los pocos buses disponibles. Uno sabe los minutos que tardará el próximo bus y puede calcular cuánto se demorará a cual o tal estación. El problema, al igual que en la copia chilena, está cuando hay que bajarse y tomar un bus que no transita por vías exclusivas. El exceso de automóviles, taxis y busetas, sumado a que las calles no son muy amplias, retrasan todo el sistema.
En definitiva, el Transmilenio no es la gran maravilla que nos pinta la derecha. Tras una rápida encuesta, los bogotanos dicen sufrir las mismas incomodidades que los santiaguinos: aglomeración; tardanza con los buses de acercamiento y el servicio no se condice con el precio de los pasajes. Otro dato a considerar, las fallas de las pistas son visibles.
Pese a todos sus problemas, gana el Transantiago, por ser un poco mejor que Transmilenio (que más se parece a un Metro en superficie). Sobre todo en cuanto a economía se refiere. Pero el Transantiago mejorado, no el implementado en febrero de 2007, que nada tiene que ver con el actual y pese a que el tren subterráneo capitalino aún no recobra el prestigio de antaño.
A estas alturas es claro que exaltando las bondades muchos olvidan ver las pajas en los sistemas foráneos.