Columna- Qué hacer con los carteles
(La Tercera. 24/08/2009)
Por Pablo Allard
Las acusaciones cruzadas por el adelanto de la campaña presidencial en medios y vía pública, sumadas a la candidatura ficticia de un tal Vicente de la Calle -que resultó ser una promoción de las empresas de publicidad- detonaron el debate sobre la contaminación visual en nuestras ciudades.
El tema no da para más y, pese a que el aire limpio de estos días ha mostrado la cara más bella de la ciudad, dicha cara está cubierta de carteles, cables, antenas y cuanta contaminación visual es imaginable. Hilando más fino, la complejidad y falta de coherencia de nuestras regulaciones, la multiplicidad de intereses en juego e incentivos perversos superan con creces a la propia industria, obstaculizando legítimas expectativas por mitigar el molesto ruido visual que invade la experiencia urbana.
Hay que reconocer que la publicidad en la vía pública no es mala per se, y es parte de la ciudad desde su origen como lugar de intercambio y comercio. Los mercados y ferias de las primeras comunidades, el pregón o la exposición de frutas, toldos, banderas, lienzos, murales y marquesinas evolucionaron a expresiones contemporáneas como carteles, pantallas e incluso edificios corporativos.
Pensar en eliminar por completo la publicidad de nuestras calles sería absurdo, y mataría parte importante de la experiencia urbana, aquella propia de la congestión, el bullicio, colores y experiencias intensas propias de lugares tan memorables como Picadilly Circus, en Londres; Times Square, en Nueva York, o nuestra Plaza Italia.
El problema entonces no es cuánta publicidad, sino dónde y cómo la incorporamos a nuestros barrios.
Hoy no existe una normativa clara para la disposición y control de estas estructuras, limitándose a las normas de vialidad del MOP y ordenanzas municipales que son ignoradas por los propios municipios so pretexto de que generan recursos extraordinarios.
Esta situación reventó hace una década, con los corredores visuales de las autopistas urbanas ofreciendo segmentación de audiencias y exposición permanente e ineludible del contenido. Este cambio en la industria exacerbó los vacíos legales y si bien las concesionarias no pueden por ley explotar estas plataformas, fuera del límite de concesión se llenó de carteles regulares e irregulares.
Este desorden llevó a que las empresas con más trayectoria intentaran, por medio de la extinta Achipex (Asociación Chilena de Publicidad Exterior), promover la autorregulación y evitar que proliferaran los carteles en áreas de riesgo o fuera de cualquier norma urbanística. El problema es que ya habían ingresado al mercado actores inescrupulosos tomando posiciones en puntos de mayor visibilidad, fuera de norma, y en algunos casos a vista gorda de los municipios.
Esta actitud, lejos de ser rechazada por los avisadores, agencias de publicidad o las propias municipalidades, terminó por ser avalada e incentivada por los mismos, dada la alta disponibilidad a pagar por dichas localizaciones aventajadas. El resultado está a la vista -o cubre la vista- de todos y el esfuerzo por regular a la industria terminó en un ineficiente esquema impositivo que poco ayuda.
Así y todo, hay que reconocer buenas prácticas, como la de Providencia, donde existen áreas explícitas de prohibición, zonas restringidas donde sólo se licitan soportes en mobiliario urbano como paraderos, paletas o pequeños formatos, y excepcionalmente espacios de libre disposición donde se debe cumplir con tamaños predeterminados.
Un primer paso será entonces “sacar a los piratas” del mercado, extendiendo criterios como el antes descrito al resto de la capital, fiscalizando duramente a aquellos que se instalen irregularmente. Esta solución favorece a la industria y la ciudad, ya que acota el número de metros cuadrados y lugares de exposición, haciendo más valioso el recurso publicitario y bajando su impacto urbano.
Una vez tomado este camino y formalizada la industria, podremos avanzar en una segunda fase de regulaciones, de manera de recuperar las hermosas vistas en estos días en que la el retroceso de la contaminación ambiental ha puesto al descubierto la contaminación visual.