Editorial – Financiamiento del transporte público
(El Mercurio. 27/08/2009)
La aprobación parlamentaria de la ley que autoriza el subsidio al transporte público puso fin a la larga saga del financiamiento del Transantiago, de tan enorme como lamentable costo para el país. Ella autoriza un gasto de tres mil 460 millones de dólares hasta 2014, suma que incluye lo necesario para cubrir el déficit del sistema hasta ese año, así como una compensación permanente por el pasaje escolar. Un monto idéntico será destinado al transporte público en regiones. Además, dicha ley permite que el Estado asuma la deuda del Transantiago con el BID y el BancoEstado. Así, el próximo gobierno ya no enfrentará la zozobra de tener que financiar el transporte público mediante el uno por ciento constitucional para enfrentar desastres, o mediante préstamos de dudosa constitucionalidad.
Las regiones ya hacen planes para los nuevos recursos que recibirán: Antofagasta, por ejemplo, planea un tranvía por la costa para mejorar los desplazamientos; en otras se subsidiará la compra de nuevos buses y otros vehículos de transporte de pasajeros, o se utilizarán los montos para reducir las tarifas. Pero un defecto de este “principio de equidad Santiago-regiones” que sienta dicha ley es que los recursos que recibirán las regiones están amarrados a proyectos de transporte público. Por muy buenas que puedan ser otras opciones de inversión pública, los recursos no podrán ser utilizados en ellas. Una posible consecuencia -al parecer no prevista por las regiones- es que los fondos de desarrollo regional de destino general crezcan en el futuro menos que cuanto lo habrían hecho en ausencia de esta ley, ya que Hacienda podría computar esas inversiones dentro del total de los recursos regionales.
De todos los componentes de los subsidios aprobados, aquel que subsidia la tarifa reducida de los escolares es el más justificado, pues en el antiguo sistema eran los usuarios adultos del transporte público quienes lo financiaban mediante mayores tarifas para ellos. Fue ése un ejemplo de mala focalización de la política pública, que ahora se corrige. También cabría admitir que se asuman las deudas del BID y del BancoEstado, pues en ellas está comprometido el crédito del Estado; de lo contrario, habría tenido un importante costo de reputación. Con razón, esta parte de la ley fue la que más costó aprobar, y sólo lo fue por un inepto manejo de la oposición, que la rechazaba con fundamento. Con todo, el conjunto del episodio al respecto puede ser una advertencia para que cualquier gobierno evite en el futuro utilizar procedimientos de constitucionalidad impugnable.
No es justificable, en cambio, que gran parte de este subsidio deban asumirlo los contribuyentes, porque el Gobierno no desea transparentar las tarifas ni elevarlas al monto real que correspondería, para no asumir su responsabilidad y para mantener un velo sobre los costos efectivos del sistema de transporte público que impuso. Éste, como han señalado algunos especialistas, genera externalidades que justifican un subsidio, pero su monto no debe estar determinado por decisiones políticas, sino por consideraciones técnicas. La nueva ley establece un panel de expertos para tomar decisiones técnicas, entre cuyos roles está determinar las tarifas, pero no se le encomienda la responsabilidad de determinar el subsidio óptimo al transporte público, ni queda clara su independencia del ministerio.
Esta ley, si bien resuelve un problema de financiamiento que pesaría sobre la gestión de cualquier futuro gobierno, dejó sin respuesta el problema de responsabilidad -accountability- de quienes impulsaron este ruinoso proyecto, de inmenso costo para el país. Y, por cierto, tampoco aborda los problemas reales del transporte público de Santiago. En regiones, su destino podría mejorar significativamente el servicio público de transporte, o bien convertirse en un gran desperdicio de recursos, sin que sea posible determinar con anticipación cuál de ambos será el resultado en la práctica.