Carta – Se acabó la urbanidad
(El Mercurio. 04/09/2009)
La ignorancia no es el único mal que padece una parte considerable de la juventud. Hay otro todavía peor y de consecuencias insospechadas: la grosería. Y no me refiero sólo al mal hablar y al uso superlativo del garabato, sino al modo de proceder y de comportarse.
Arrojar papeles al suelo, no respetar el orden en una fila, negar el paso a una persona mayor o de mayor jerarquía (un profesor, por ejemplo), llevar la gorra puesta en clases o en una reunión formal, llegar semidesnudo a la iglesia, son sólo algunos ejemplos.
¿Qué fenómeno se esconde en ello? ¿Es sólo de falta de formación, dejación de las familias o defectos de la educación secundaria? Puede que en parte sí, por cierto. Pero me aventuro a pensar que hay razones más profundas y, temo, muchísimo más serias.
La urbanidad se acabó cuando el otro dejó de importar. Lo que yace en la raíz de tanta grosería es un profundo egoísmo, una profunda ignorancia y minusvaloración del prójimo (o hipervaloración del yo). Los jóvenes no se dan cuenta, y en ese “no darse cuenta” reflejan su egocentrismo hasta encandilar.
Mucho mejor sería si arrojasen papeles al suelo para molestar, o pasasen a llevar a alguna persona investida en autoridad por rebeldía. En estos casos, al menos el otro subsiste; sigue siendo, se lo reconoce al menos por vía de contradecirlo.
Pero aquí se acabó la urbanidad porque, Dios nos libre, se nos está acabando el otro.
B. B. COOPER