Valparaíso, reserva moral de Chile
Pero si los individuos suelen fatigarse y caer en el escepticismo o en la amargura derrotista, las colectividades, en cambio, saben sacar del propio fracaso renovadas y más fuertes energías, especialmente cuando las fibras de su espíritu están tejidas con el material que Valparaíso sabe.
Alex Varela , periodista de El Mercurio de Valparaíso
Por Claudio Bernet
Vetustos edificios abandonados que hoy son hogar de vagabundos y pericotes. Basura desparramada, callejones meados y moscardones que apestan a la vuelta de la esquina, todo regado de botellas quebradas y esqueletos de pescados. Prostitutas saludando desde altos ventanales mientras tienden sus ahumados ropajes nocturnos. Baruchos atestados de irremediables bebedores a toda hora. Cesantes y jubilados en eterna recesión.
Desde lejos, desde otras provincias y regiones, Valparaíso luce tristezas en su rostro y parece negarse a sonreír. Los fotógrafos capturan niños descalzos en los cerros, que luego son enviados a todo el mundo por vía postal. Documentales y novelas televisivas hacen pirotecnia pintoresquista de miserias varias. Políticos y administradores aparecen en la prensa dándose golpes contra el muro aquel de la reactivación del puerto, que nunca llega y que, aunque parezca extraño, a nadie le importa demasiado.
Es que detrás de estas imágenes burdas que abusan y abundan en el imaginario nacional, acontece otra vida, más humana y quizás más real, que despunta cuando se conocen, y reconocen, otros asuntos propios de una ciudad que se ha acostumbrado a las carencias. No es que no se quiera estar mejor, pero los afectos, la colectividad y la solidaridad aquí son más necesarios que cualquier ley o planificación. Es tan vital como la brisa mañanera. La pobreza, las penas y desolaciones en el puerto se pasan juntos y atraviesan a todos los estratos sociales en algo que, para quienes no son parroquianos, podría parecer una suerte de improvisada comunidad.
De allí que es difícil pensar la vida a partir de la individualidad. Aunque parezcan solitarios y abandonados, hasta los más desposeídos forman parte de la ciudad y así son reconocidos. Son tan insiders como un agente de aduana de plaza Sotomayor, un pescador del cerro Mariposa, una relacionadora pública de la Armada, un cachurero de la feria de calle Uruguay, una copitenera de Chacabuco, una fotógrafa del Registro Civil o cualquier otro que deambula por ahí. Los inmigrantes, cada vez menos, son de todas formas recibidos con natural y humilde hospitalidad.
Y eso que las falencias económicas, las más evidentes, son sólo una escasa parte del cuadro. El aspecto cabizbajo de su geografía urbana nada es al lado de la dolorosa nostalgia por un pasado glorioso, un sentimiento que congrega aún más decepciones al reconocerse una de las urbes más pobres de la zona central. Y es que Valparaíso sufre como un viejo millonario de sangre azul caído en la peor de las desgracias, mientras sus vecinos rascas parecen enriquecerse día a día.
Nativo de Valparaíso, Alfonso Calderón confiesa y explicita con la autoridad que confiere el dolor, el alicaído sentimiento del porteño: “Me duele su presente: los edificios en ruinas, el aire de ciudad bombardeada, el baile de San Vito de sus ascensores, la decadencia comercial, la ausencia de Kirby, de la Poncianita, de Camilo Mori, de Joaquín Edwards Bello; la amarga vejez de Playa Ancha, y el término de ese paisaje maravilloso constituido por un mundo de mástiles y de chimeneas, de carga y de descarga constantes, de marineros de todas las latitudes, de idiomas y de golpizas en el muelle” .
De pronto parece innecesaria más evidencia: el de Valparaíso es un habitante marcado a fuego por una suerte de triste sensibilidad hacia sí mismo y su entorno. Romanticismo rancio, por la juventud, la fortaleza material, los años, la vida al fin. Sin embargo, lo sorprendente es que este estado espiritual ha generado, con los años, con la costumbre, un espacio urbano que insospechadamente puede ser considerado como feliz, en tanto se ha convertido en un lugar que ha dado pie al desarrollo de un profundo humanismo.
Detengámonos un momento en la afirmación anterior, y echemos un vistazo a los cambios que ha sufrido la noción de ciudad. Encontramos, entonces, que el sentido clásico de polis – según Aristóteles – decía relación en resumidas cuentas con una determinada comunidad política que a su vez era el lugar moral de la realización de las virtudes ciudadanas. Sin embargo, este concepto ha dado paso en la modernidad a lo que en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua podríamos asociar al concepto de urbe: “Población, comúnmente grande, que en lo antiguo gozaba de mayores preeminencias que las villas. Compuesta por un conjunto de calles y edificios” . Detectamos que la ciudad moderna está claramente vinculada a lo populoso, a cantidades de población y de construcciones, desconociendo esencialmente el hecho de que tal lugar implica también la realización de una forma de vida, aunque por cierto las masas y el concreto traigan aparejada una cierta manera de vivir.
La ciudad moderna se nos presenta, entonces, como el lugar donde los ciudadanos están juntos físicamente, pero al parecer están desunidos o al menos desconectados en el ámbito de lo moral. La visión de un espacio público completo y exitoso en términos de ciudadanía – la polis de Aristóteles -, se revela casi imposible en estas nuevas urbes donde, en preciso contrapunto, las calles y plazas no son más que lugares de paso inseguros y a menudo decadentes, ocupados no por hombres sino por sospechas y peligros. Se vislumbra entonces, según lo expuesto por Gastón Bachelard , en el espacio familiar y doméstico, en la casa dotada de alarmas, cámaras y altos enrejados – verdaderos bunkers -, el único lugar posible para una integración tanto física como moral del ser humano en sociedad.
Si bien Valparaíso no escapa del todo a esta concepción de urbe moderna, encuentra en muchos de sus barrios, y en la relación de éstos con el resto de los habitantes de la ciudad, un marcado espíritu de convivencia colectiva en su espacio público que se acerca bastante más al desarrollo de la virtud moral en tanto ciudadano, que a la noción del hombre encerrado puertas adentro protegido de la amenaza externa.
Quizás el caso más emblemático sea el de La Matriz, corazón del barrio Puerto – también llamado barrio Chino -, ubicado en el plan de la ciudad. Sector popular caracterizado por el vetusto Mercado Central, por bares oscuros y prostíbulos, gobernado tradicionalmente por delincuentes, vagabundos, drogadictos y alcohólicos, en la actualidad es lugar de encuentro y de activa vida ciudadana. Y no precisamente gracias a la instauración de un severo plan de seguridad policial – que durante años jamás dio resultados exitosos –, sino lisa y llanamente porque sus habitantes le imprimieron una nueva dinámica, auspiciada por la unión de los vecinos para hacer frente al problema, el apoyo de instituciones solidarias como la iglesia de La Matriz y el Ejército de Salvación, y diversas corporaciones y establecimientos que le devolvieron la actividad cultural y de esparcimiento que eran propias de este sector hace algunas décadas.
Sin la condescendiente beatería de la beneficencia – y todas las derivaciones católicas, evangélicas y mormonas, por nombrar algunas -, o el aporte civil bien intencionado de clubes rotarios o leones, sino más bien como una potencia ciudadana activa, el barrio no sólo logró organizarse semanalmente para hacer ollas comunes, colectas de ropas, zapatos, colchones y medicamentos, sino también comenzaron a brindar apoyo en términos de orientación y reinserción social . Evidentemente, los índices de delincuencia han decaído, y aunque el problema de la mendicidad por ahora parece ser un asunto de muy difícil solución, los vagos y desposeídos que rondan la plaza y el mercado son reconocidos como miembros de la comunidad y, lejos de representar una amenaza para el vecindario, hacen una suerte de vigilancia al estar informados sobre cualquier situación que pueda afectar el normal discurrir del barrio. Al respecto, resulta emblemático el llamado que hace un lector de El Mercurio de Valparaíso en la sección “Cartas al director” del 11 de diciembre de 1998, donde sentencia que “Si los cambios no vienen desde arriba, es necesario hacerlos florecer desde la base (…) cuando se cumple el cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuando la discusión pública se diluye en soberanos dimes y diretes, cuando la salud es un derecho que para algunos parece inalcanzable, cuando las oportunidades son acaparadas por unos pocos, cuando se pierde la esperanza, hay que acudir a la solidaridad sin pantallas de televisión, a ese ritual que debería practicarse día a día: a ese puente que humildemente nos conecta con nuestra humanidad”.
Probablemente el hecho de recuperar el espacio público y la consecuencia de dar paso a una vida ciudadana más profunda, posibilitó el renacimiento cultural del sector de La Matriz. La fundación de la única escuela de teatro de la zona, llamada también La Matriz, no sólo es la cuna de los jóvenes actores y actrices locales, sino también ha dado muestras de una prolífica producción de obras que han encontrado su punto cúlmine en la realización de los primeros festivales de teatro internacional que alguna vez haya conocido Valparaíso.
Amparado en el mismo vecindario, el taller literario “El Octopiernas” congrega a un novísimo grupo de poetas, cuentistas y novelistas que, a través de antologías publicadas con financiamiento independiente, dan cuenta de un Valparaíso contemporáneo, empobrecido, esquizofrénico, fantástico, ruidoso, rápido, pero insistentemente romántico, – la compilación de relatos “Planeta Puerto”, editado por Gabriel Castro Rodríguez, es un buen ejemplo -, alejándose de forma radical de la formalidad estética y el contenido místico, telúrico y maravillado, en que aún insisten muchos de los autores afiliados a la Sociedad de Escritores de Valparaíso.
Quizás uno de los elementos más representativos de la recuperación del espacio público por parte de la ciudadanía, esté precisamente en la insólita vitalidad nocturna que hoy por hoy despliega el barrio Chino. Las decadentes tabernas y tugurios controlados por el “choro” del momento, han cedido al avance de gran cantidad de establecimientos públicos – restaurantes, bares, pequeñas salas de concierto, de teatro y de video -, que semana a semana son visitados por una ingente cantidad de personas pertenecientes a otros barrios y ciudades. El vecindario, al parecer, no es sólo seguro, sino que también parece tener un estilo de vida que resulta atractivo y novedoso. En un artículo titulado “La nueva bohemia”, noción instaurada ya en el colectivo porteño, el columnista Eduardo Bretón, del diario La Estrella, se refirió a la recuperación de los espacios con la vitalidad poética del que vuelve a nacer: “Todo siempre está preparado para una velada que hará recordar los mejores tiempos de la bohemia, ¡que hará resucitar hasta los muertos!. Los chiquillos de la compañía de teatro La Matriz ya recrean los carretes de hoy y de antaño, mientras las mesas de los pubs porteños están en fila, como tomadas de la mano, y ofrecen sus especialidades al público. El escenario vuelve a parecer idílico, de espaldas al mar, (…) y uno no sabe si dejarse llevar por los vientos del Barlovento, tirarse por la Piedra Feliz, marearse en La Colombina, trenzarse en el Pancho Pirata o salvarse en el Bote Salvavidas. Al final de la noche, uno puede decidirse a morir en el Emil Dubois”.