Editorial – Modestos resultados de cumbre sobre cambio climático
(La Tercera. 21/12/2009)
La Conferencia de las Naciones Unidas para el Cambio Climático terminó el viernes sin el acuerdo vinculante sobre reducción en las emisiones de gases de efecto invernadero que, originalmente, era el objetivo que se había planteado como medida del éxito de la cumbre de 193 países. En lugar de eso, estos suscribieron el Acuerdo de Copenhague, un documento que apenas maquilla el hecho de que la cita multilateral más esperada del año terminó en un fracaso. Los firmantes se comprometen a realizar esfuerzos para limitar al aumento de la temperatura global a menos de 2 grados Celsius, pero sin especificar medidas ni plazos concretos ni exigir su obligatoriedad.
El Acuerdo establece algunos compromisos “de mínimos” no vinculantes, los que incluyen ayuda financiera para que países en desarrollo implementen formas de mitigación del calentamiento global, la que llegaría a 30 mil millones de dólares por los próximos tres años y se elevaría a US$ 100 mil millones a partir de 2020.
Tanto el arduo y acalorado debate de 13 días que precedió al Acuerdo, como sus modestos resultados, ponen en evidencia la complejidad política de una empresa de esta magnitud. Así, aun cuando los países que participaron en la cumbre aceptan los argumentos científicos que sostienen que el cambio climático es en gran parte consecuencia de la acción humana, y si bien todos concuerdan en que el enfoque efectivo para hacerle frente es necesariamente multilateral, la diversidad de realidades y de intereses de tantas naciones supone alcanzar un acuerdo político que -a la luz de lo ocurrido en la capital danesa- sigue estando lejano.
La postura de Estados Unidos, el segundo emisor mundial de CO2 después de China, es que los costos económicos de combatir el cambio climático deben ser compartidos por otros grandes contaminantes. Washington se ha fijado como meta reducir en un 17% sus emisiones respecto de los niveles de 2005 (80% para 2050), pero espera que otros países también hagan sacrificios económicos y políticos equivalentes, y que acepten mecanismos de verificación del cumplimiento de sus compromisos.
El temor de China es que la presión internacional por reducir sus emisiones de CO2 le imponga costos a su economía que afecten su tasa de crecimiento y pongan en riesgo su desarrollo. Además, Beijing rechaza de plano la idea de que terceros países puedan monitorear su producción de gases contaminantes, pues estima que ello infringiría su soberanía (el Acuerdo acogió la postura del país asiático). En esto hay una clara raíz política, ya que aceptar dicha condición abriría la puerta a plantear inspecciones a otros aspectos de la realidad china, como la preocupante situación de los derechos humanos.
La Unión Europea, por su parte, es el actor que se ha impuesto metas más altas en materia de emisión de contaminantes y el que más ha avanzado en ese sentido, pero espera que también los países en desarrollo carguen con su parte del peso de combatir el cambio climático. Estas naciones, que en general dependen de actividades y prácticas productivas más contaminantes que las del mundo industrializado, sostienen que imponerles límites drásticos a su emisión de gases, además de afectar su desarrollo, es esencialmente injusto, pues los países desarrollados pudieron contaminar sin restricciones en el pasado cuando vivieron sus respectivos despegues industriales.
Es esta multiplicidad de intereses y realidades la que explica cuán difícil será llegar a compromisos internacionales legalmente vinculantes. Al mismo tiempo, pone de relieve que sólo por la vía multilateral -compleja, lenta y seguramente llena de baches y retrocesos- será posible lograr avances en los esfuerzos contra el calentamiento global. La alternativa es la acción unilateral de los países más influyentes y con más recursos, casi con seguridad en desmedro de los más débiles, y con muchas menores probabilidades de ser efectiva ante un desafío de esta naturaleza.