Una leyenda urbana: los túneles del Mercado Central
Braulio Olavarría
(El Morrocotudo – 05/08/2010)
Atractiva de veras es la tradición que habla de la existencia de túneles subterráneos en el Mercado Central.
Durante un tiempo yo también adherí y hasta difundí entusiastamente esa historia. Pero terminé por disuadirme de la misma, convencido de que es meramente una leyenda urbana, de la que no hay indicios en los registros coloniales ni republicanos peruanos. Se formó y tomó cuerpo, probablemente, a partir del primer tercio del siglo pasado.
La hipótesis se enuncia de la siguiente manera: en tiempos de la Colonia, el convento de San Francisco fue como una especie de pulpo del que se desprendían bajo el subsuelo sendos ramales hacia otros tres edificios eclesiásticos: la Matriz (donde se asienta la actual Catedral San Marcos), el convento de La Merced (21 de Mayo-Colón) y el convento de San Juan de Dios (estacionamiento a un costado de la Municipalidad, por calle Baquedano). Además de un cuarto conducto que comunicaba con una residencia particular, en San Marcos-Baquedano.
Lo primero que me indujo a no darle crédito fue pensar en el tremendo esfuerzo físico que significa construir ese tipo de pasadizos a lo largo de distancias tan considerables y con los imponderables que representaban la red de napas que bajan al mar y los terremotos. Y si alguien me señala que la historia carcelaria entrega casos reales de fugas a través de corredores subterráneos, lo concedo; pero igual me subsiste la duda metódica.
Porque, ¿para qué necesitaban los frailes disponer de tales conexiones para comunicarse si se sabe que nunca hubo gran simpatía entre las órdenes monacales?. Aparte que dentro de cada convento reinaba gran segregación entre españoles y criollos; y no era menor la discriminación entre sacerdotes y no sacerdotes (legos y donados).
Tampoco tenían mucho patrimonio que resguardar (como no fueran los vasos sagrados) frente al peligro de los piratas. Y, aún el caso de haberlo tenido era ocioso tener que labrar túneles para esconderlo. Por lo demás, la historia nos dice que desde el momento de ser avistados los bandidos del mar y la oportunidad concreta de un eventual desembarco transcurría un lapso de larguísimas horas, coyuntura propicia para sacar los efectos valiosos y enterrarlos en el océano de arena que rodeaba a la pequeña ciudad o, por último, ponerlos a mejor recaudo en el valle de Azapa.
Eran decididamente pobres esos frailes ariqueños. Se financiaban con subsidios reales que les entregaba un síndico tras engorrosos trámites burocráticos. El recurso más directo y permanente eran las limosnas de los feligreses. Baste decir que fue por este expediente que los franciscanos sólo pudieron terminar el retablo del altar mayor de su templo en 1811; es decir, a 74 años de haberse instalado en la ciudad y a 7 años de abandonar Arica para siempre.
Resulta igualmente muy poco verosímil que los mencionados túneles hayan partido desde San Francisco, porque éste fue la más tardía de las edificación religiosa: se construyó en 1714, una época en que los piratas estaban en franca retirada. El último en asomarse por nuestro puerto fue Clipperton, en 1721, y no pudo desembarcar.
A propósito de la orden franciscana, el viajero francés Francisco Amadeo Frezier -quien nos visitó en 1713- publicó tres años después un libro en que refiere que la orden acababa de instalarse en la ciudad, luego de haber destruido su anterior sede de La Chimba. Sin embargo, en el plano que acompaña la obra aparece todavía el convento costero, en tanto que al nuevo lo cataloga como “proyecto San Francisco” e, incluso, está dibujado en pespunte.
En el mismo plano, la construcción más extrema por el sur-oeste (a la altura de lo que hoy es la calle San Marcos) es la Iglesia Matriz o parroquial. Hacia el este, todo es terreno baldío. Entonces, no cabe postular la existencia de una residencia particular en la coordenada San Marcos-Baquedano, ni mucho menos que hasta allí corriera un túnel desde el convento de San Francisco.
En dicha ubicación se supone que, en tiempos de la Guerra de Pacífico, funcionó la Tesorería del Ejército Peruano. Don Juan Ossandón Quero (Q.E.P.D.) nos contó que él compró esa propiedad hacia 1950 y que, al intentar realizar obras de alcantarillado, descubrió un hoyo que procedió a sellar. Personalmente, se imaginó que se trataba de una bóveda subterránea. Y no estaba equivocado.
Otra razón invalidante es que jamás se ha encontrado un solo túnel. En este contexto, convengamos que la simple descripción de lo que se encontró merced a las excavaciones efectuadas en el Mercado Central en 1991 nos dice expresamente que se trataba de una bóveda, una cripta funeraria del convento franciscano.
Asimismo, procede considerar que según cuentan los ex alumnos de la Escuela Modelo (donde hoy está la Municipalidad) existía un subterráneo donde se amenazaba con encerrar, como castigo, a los flojos y a los de mala conducta. Eso correspondía también a la bóveda o cementerio subterráneo del convento de San Juan de Dios (se encontraron osamentas al realizar trabajos de obras sanitarias) y es el nivel bajo en que se construyó la actual Sala del Concejo Municipal.