¿Cómo enfrentar la irritante contaminación visual?: Aplicando impuestos ambientales
Por César Ladrón de Guevara. Profesor Instituto de Geografía, PUC
Mientras las autoridades y hasta los ciudadanos de muchas ciudades del mundo, tales como Buenos Aires, París, Lima, Ciudad de México, o Sao Paulo, por nombrar solo algunas, llevan a cabo un combate frontal en contra del abuso de la contaminación visual -expresada en esa amplia gama de letreros publicitarios que se ven por doquier-, en Chile lamentablemente transitamos el camino opuesto y cada día nos vemos crecientemente agredidos por la llamada publicidad exterior.
De un tiempo a esta parte nuestro país, de norte a sur, se ha visto plagado de una enorme cantidad de gigantescos letreros publicitarios. No hay espacio público ni privado que se salve de estas aberraciones estéticas, y toda estructura y todo lugar resulta útil en este propósito de deteriorar y envilecer nuestras deterioradas ciudades y nuestros paisajes urbanos y rurales: pasarelas peatonales, puentes, azoteas, muros, plazas, rotondas, parques, aceras, postes, cerros, caminos públicos y un largo etcétera.
Esta grotesca contaminación visual atenta contra los paisajes naturales y la estética urbana, deteriora los escasos espacios verdes de las ciudades, destruye la perspectiva de calles y caminos, nos obliga a soportar una sobre estimulación de mensajes publicitarios no deseados y perjudica la seguridad vial, desde el momento que resulta ser un importante factor de distracción.
Desde el punto de vista legal e institucional la publicidad exterior tiene distintos responsables según se trate de los caminos públicos o de espacios urbanos.
Tratándose de los caminos públicos la legislación respectiva1 establece que “La colocación de avisos en las fajas adyacentes a los caminos deberá ser autorizada por el Director de Vialidad, en conformidadal presente Reglamento”2 ,reglamento que en realidad reglamenta muy poco y fiscaliza menos, pues basta recorrer algunos caminos públicos del país –como la ruta 68 a Valparaíso o el sector de La Pirámide en la comuna de Huechuraba- para advertir que el problema se le ha escapado de las manos a la Dirección de Vialidad del MOP, asunto que tampoco debiera sorprendernos demasiado tratándose de un ministerio que tradicionalmente ha tenido escasa sensibilidad con los temas territoriales, estéticos o ambientales3 .
En el ámbito urbano, por su parte, es atribución de la inefable burocracia municipal4 otorgar permisos o autorizaciones para la instalación de carteles publicitarios, autorizaciones que estas corporaciones otorgan con indisimulado entusiasmo dado que los incentivos están dados precisamente para que a mayor cantidad de publicidad callejera mayores sean los ingresos para las arcas municipales, recursos que ciertamente contribuyen a mejorar sus alicaídas y peor gestionadas finanzas. La estética y la armonía urbana, da lo mismo.
Resulta inaceptable que las autoridades municipales dispongan del espacio público como si fuera parte de su patrimonio privado. Permitir la creciente instalación de estas formas de publicidad constituye una agresión inmisericorde a la ciudad y a quienes allí habitamos. Suficiente tenemos con la congestión vehicular, la contaminación acústica, la mala arquitectura, la especulación inmobiliaria, la maraña de cables que no nos deja ver el cielo, los permisos de construcción ilegales otorgados impunemente, la destrucción de barrios y edificios históricos y otra larga lista de crímenes urbanos, como para que, además, los alcaldes fomenten, permitan y lucren con la creciente contaminación visual, brindando un sombrío aspecto de abandono y suciedad de nuestras ciudades. La ausencia de una conciencia ciudadana sobre el problema convierte a esta forma de contaminación en un componente más del deteriorado paisaje urbano.
Una sociedad inteligente no maltrata sus paisajes como ocurre en estas latitudes. “El paisaje hace al paisanaje” decía Unamuno. Nuestro carácter e identidad están íntimamente ligados a nuestra tierra y a nuestras ciudades y viceversa. Nuestra tierra a su vez es el fruto de nuestro quehacer a lo largo del tiempo. La ruptura, agresión, fragmentación, degradación y banalización de nuestros paisajes y ciudades nos rompe a nosotros mismos como sociedad y como individuos.
La industria publicitaria olvida, si es que alguna vez lo ha sabido, que los paisajes son bienes naturales y en tal carácter nos pertenecen a todos; olvida que los recursos paisajísticos son uno de los muchos servicios ambientales que nos proporciona la naturaleza, lo que es incompatible con esta especie de “privatización” o “apropiación” que ha hecho esta industria de este bien común que son los paisajes para instalar su lucrativo negocio, en que se ha llegado a extremos criminales como el envenenamiento reciente de 42 árboles adultos al costado de la autopista Costanera Norte que “obstaculizaban” la visión de una gigantografía publicitaria.
Este tipo de abusos y tropelías encuentra campo fértil cuando tenemos un Estado ausente a la hora de proteger el paisaje urbano; cuando el pragmatismo, los negocios y negociados y la sacrosanta libertad de emprender se instalan como los únicos criterios a la hora de hacer ciudad y proteger el territorio. Encuentra campo fértil cuando se advierte la pobreza e insuficiencia de la legislación sectorial: tenemos una Ley de Urbanismo y Construcciones que data de hace casi 40 años y que no resiste un parche más. La desidia legislativa, además, ha impedido que nos dotemos de una ley de ordenamiento territorial, de una ley de protección de costas, o de una legislación que proteja el paisaje.
A ratos prolongados pareciera que es una guerra perdida y que no nos queda más que resignarnos a transitar en medio de este feísmo desolador que nos abruma. Curiosamente, sin embargo, ha sido el ajuste tributario que recientemente ha ingresado al Congreso Nacional el que ha venido a proporcionarnos al menos una luz de esperanza. En efecto, sin margen de duda creemos que la propuesta más novedosa que contiene esa iniciativa es la de incorporar a la legislación chilena los denominados “impuestos verdes”, aunque limitados esta vez a gravar residuos que tienen corta vida útil y largo período de degradación, como neumáticos, aceites, lubricantes, y otros.
Independientemente de cuál sea el resultado final de ese proyecto de ajuste tributario, lo relevante es que el solo hecho de que la autoridad haya propuesto por primera vez en Chile el establecimiento de impuestos verdes o ambientales, abre la posibilidad de difundir el concepto y generar debate en torno a las bondades de “este eficaz instrumento de política ambiental” como ha sido calificado por la OECD, organismo que ha apoyado consistentemente su utilización.
Los impuestos verdes -entendiendo por tales aquellos tributos que tienen un claro propósito medioambiental más que recaudador-, no son sino una materialización del principio “el que contamina paga”, reflejado, con diversas denominaciones, en números instrumentos internacionales y en la mayoría de las legislaciones ambientales nacionales, y que se traduce en que los costos de la contaminación han de imputarse al agente contaminante, entendiendo por tal a la persona –natural o jurídica, pública o privada- que directa o indirectamente deteriora el medio ambiente. El diseño de un impuesto ambiental presenta, como todo tributo, variadas aristas y complejidades, pero un aspecto central es que debe influir directamente en el comportamiento de los agentes económicos/contaminantes, por lo que es necesario vincular estrechamente el pago del impuesto con el problema ambiental; en este caso, imponiendo el tributo a todos aquellos que están detrás de la cadena de la contaminación visual: empresas publicitarias, empresas instaladoras e, incluso, el producto mismo, empresa o servicio que se publicita, con tasas lo suficientemente altas como para que desincentiven definitivamente el negocio.
En la experiencia de los países de la OECD -del que Chile es miembro-, el catálogo de los impuestos verdes incluye todos aquellos tributos que de manera directa o indirecta gravan actividades que afectan los recursos naturales, lo que incluye impuestos sobre energéticos, impuestos sobre autos o bienes durables, a las emisiones y similares, y en menor medida, la generación eléctrica, la generación de residuos, el uso del agua y otras actividades que afectan el medio ambiente. Esta enumeración, sin embargo, no es en caso alguno un numerus clausus, por lo que perfectamente pueden gravarse otras actividades que se consideren lesivas para el medio ambiente, como ocurre precisamente con la lacra de la contaminación visual. Ahora bien, en muchas ciudades del mundo no ha sido siquiera necesario pensar en impuestos que graven la contaminación visual, simplemente porque optaron por la solución más radical: prohibirla derechamente.
Joaquín Edwards Bello, tal vez el más ácido cronista de la ciudad que ha tenido Chile, arremetía hace ya varias décadas contra lo que él llamaba el “imbunchismo”, “esas fuerzas secretas enemigas de la hermosura”, que lamentablemente siempre han gozando de tan buena salud en estas latitudes. La condición de país desarrollado es mucho más que el solo volumen del PIB o del ingreso per cápita, como ramplonamente creen algunos. Es también empezar a sacudirnos de estos otros lastres tercermundistas.
- DFL N°850, de 1997, MOP [↩]
- D.S. Nº 1319, de 1977, MOP [↩]
- Es de justicia recordar, sin embargo, que ha sido Carlos Hurtado el único ministro de obras públicas (1990-94) que intentó colocar límites a los abusos de la contaminación visual en los caminos públicos, para lo cual dictó un D.S. que contenía un nuevo y estricto Reglamento de letreros camineros. Sin embargo, treinta y cinco diputados, mayoritariamente de derecha, acudieron al Tribunal Constitucional solicitando se declarara inconstitucional el Decreto, pues estimaban afectaba las garantías constitucionales referidas al derecho de propiedad y al derechoa desarrollar cualquiera actividad económica, requerimiento que fue acogido por el T.C. [↩]
- Ley Orgánica de Municipalidades, Art. 5º letras c) y e) [↩]