La titánica tarea de devolver los difuntos de Penco a sus tumbas
Dos antropólogas tratan de individualizar a 300 fallecidos cuyas sepulturas fueron destruidas por el cataclismo de 2010.
Por Fabián Álvarez, El Mercurio.
“Hace mucho frío aquí”. Fresia Soñez Valenzuela está parada bajo el dintel de la puerta de la que debiera ser la capilla del cementerio parroquial de Penco, en la Región del Biobío. Pero en vez de bancas, un altar y figuras religiosas, hay una mesa, sacos y huesos, muchos huesos. “Menos mal que a mi hermana la pudimos identificar pronto”, agrega, con la vista fija en una de las dos jóvenes que, con su delantal blanco, se mueve por el lugar.
En esta capilla no se reza. Aquí se trabaja por devolver los difuntos a sus nichos. Los mismos cuyo descanso eterno se vio interrumpido por el terremoto de febrero de 2010, que desparramó unos 400 cuerpos tras desplomarse una cuadra de nichos que fueron a parar, literalmente, a los antejardines de las casas vecinas.
Desperdigados y a su suerte, la dantesca imagen llevó a los propios trabajadores del cementerio a actuar rápido, en medio el espanto de los pobladores y el temor de las autoridades por una emergencia sanitaria. Unos 100 fallecidos lograron ser identificados horas después del 27-F, pero los demás fueron apilados en la capilla, hoy convertida en bodega.
Allí, donde la luz apenas se cuela por la puerta, estos restos aún aguardan la posibilidad de volver a tener sus nombres en una lápida. Y para ello dos jóvenes asumieron el desafío.
Camila Guerra Ceppi y Érika Reyes Baeza llegaron pocos días después del 8,8° Richter hasta este cementerio. Integraban un grupo de voluntarios de Antropología de la U. de Concepción que se ofreció para apoyar la identificación de la osamentas. Unos se dedicaron a ordenar y clasificar los sacos con huesos que llenaron los panteoneros, los que no siempre correspondían a un solo esqueleto. Otros entrevistaban a los familiares para recoger información sobre las características físicas y médicas de los difuntos, así como las ropas y objetos con que habían sido sepultados.
Con el paso de los meses, uno a uno los estudiantes se fueron desvinculando de esta tarea. Al final quedaron sólo Camila y Érika. Hoy, ya están tituladas y enfrentan la necesidad económica de iniciar sus vidas profesionales, pero las ata el compromiso que asumieron con los deudos de Penco. “Yo entrevisté a la mayoría de los familiares que vinieron a entregar datos. Para nosotras no es decir ‘no pudimos hacer más’, porque igual se puede y lo vamos a seguir intentando”, resume Guerra.
29 meses han trabajado sin cesar las antropólogas para identificar a los difuntos del camposanto, uno de los más antiguos de la zona.
Una labor de identificación contra el tiempo
Si bien sólo 13 de los difuntos han sido identificados con métodos antropológicos en estos dos años y medio, las antropólogas creen que con un trabajo sistemático podrían tener éxito con un centenar de los casi 300 que quedan. Para ello requieren recursos económicos que les permitan dedicarse totalmente a esta tarea y no solamente un día a la semana, como ahora. Han postulado, sin resultado, a fondos de múltiples universidades.
“Una igual se desmotiva, porque no hay apoyo. Una ve que a nadie le interesa, pero siempre están llamándonos los familiares y preguntan qué va a pasar”, comenta Érika.
No quieren tirar por la borda la labor hecha, y menos a estas alturas, cuando ya cada difunto tiene su ficha donde se identifica el sexo, estatura, edad, data de muerte y otras características, como patologías.
Si los recursos no llegan, pocos serán los restos que podrán identificar, más aún con un plazo fatal encima: a fines de año, en el cementerio parroquial piensan cerrar esta etapa y hacer un memorial.