Inconvenientes que el corredor bioceánico no previó: falta de combustible y fieros controles
Entre Santa Cruz de la Sierra y la frontera entre Bolivia y Brasil
Dudosos cobros de la policía, allanamientos y la escasez de bencina para los vehículos extranjeros llevan a preguntarse si uno recomendaría realizar un camino que es tan azaroso como pródigo en bellezas naturales.
En Cochabamba ya nos había sorprendido el “trámite aparte” para extranjeros que los vehículos de patente foránea deben realizar en Bolivia si quieren cargar gasolina, relatado el domingo en la anterior entrega de estas crónicas en el corredor bioceánico.
A modo de recordatorio, en noviembre de 2012 el gobierno paceño subsidió los combustibles a sus nacionales, dejándoselos casi dos tercios más baratos que para los extranjeros. Si estos últimos desean repostar, deben pagar la diferencia hasta llegar al precio internacional (alrededor de $665 por litro), la que va respaldada en una factura distinta.
Primer inconveniente
Pero al entrar en una gasolinera de Santa Cruz, para llenar y continuar a la frontera con Brasil -a 650 kilómetros-, el bombero miró la patente. Llamó a su supervisor, que estaba cerca, se hicieron unas señas y nos dijo: “No podemos cargarle combustible a ‘movilidades’ (como se les dice a los vehículos en Bolivia) con placa extranjera, señor. Lo siento”.
Interrogado sobre el porqué de tal instrucción, el dependiente explicó que su bomba carecía del sistema para emitir la “factura internacional”, y que intentáramos en otra. La única “solución” que nos dio fue cargarnos bidones a mano, y que nosotros traspasásemos el combustible al jeep, aspirando con una manguera desde el bidón al estanque, como cuando uno se queda en pana de bencina.
Y así lo hicimos. Lo único bueno fue que nos cobró el precio boliviano, al no estar la gasolina supuestamente destinada a un auto. Ya nos habían advertido que algunas bombas preferían evitarse la lata de hacer conversiones y tributaciones aparte, aduciendo a la famosa “falta de sistema”. Pero esta vez lo vivimos. Nunca supimos si de verdad se necesitaba un sistema especial o era una excusa. Al menos en Cochabamba sí nos habían vendido directo al auto.
Segundo inconveniente
Sorteado el primer escollo, salimos en dirección al oriente por la carretera nacional 4 pasando por el poblado de Cotoca, continuo a Santa Cruz. Un poco más allá, en la localidad de Pailas, fuimos detenidos en uno de los habituales y ya entrañables controles policiales, junto a un peaje. El funcionario, una vez chequeada la documentación, nos explicó que necesitábamos un documento llamado “orden de traslado”, que no se nos pidió jamás en otros departamentos bolivianos, pero que al parecer sí era necesario en éste.
El papel consiste básicamente en que el “encargado del retén de control técnico de tráfico” (título literal) autoriza al vehículo a circular de punto a punto, los que deben quedar establecidos en la hoja para mostrarse a los demás controles que se vayan sorteando. Es como si Carabineros le entregara a un vehículo extranjero una autorización puntual para viajar de Tocopilla a Antofagasta (que pertenecen a la misma región)… y cobrara para ello el equivalente a los 50 bolivianos que pagamos nosotros al mismo policía ($3.500).
Ya era “raro” tener que pagarle directamente a un policía -sobre todo pensando que en Chile Carabineros jamás ha cobrado por trámites de tráfico-, y más raro ver que el papel no tenía ninguna constancia del cobro. Pero pagamos, teniendo en cuenta además que si nos dirigíamos a un lugar no contemplado en la “orden de traslado”, habría que pagar de nuevo. La sensación de “extrañeza” por el cobro quedó diluida al recordar que estos pagos informales son, lamentablemente, más que usuales en varios países de Latinoamérica. En efecto, el firmante de esta crónica ha debido varias veces satisfacer requerimientos económicos de policías en Perú y Bolivia a modo de “colaboración”; “para una gaseosa (bebida)”; como “impuesto para salir del país”, o inclusive para la “adquisición de nuevos uniformes”.
Tercer inconveniente
Éste fue el más grave. Habíamos cruzado el Río Grande, a poco andar desde el retén de la “orden de traslado”. Unos kilómetros más allá, en la bifurcación hacia Puerto Suárez o Trinidad (en el norte) encontramos el primer y único letrero en lo que va de esta travesía que señalaba con un mapa que esa carretera era parte del corredor bioceánico (ver foto). Fue un poco más allá, al pasar el peaje que va entre Paraíso y El Tinto, cuando aparecieron… “los perros”.
Cuatro policías militarizados de la brigada antinarcóticos, apodados por los lugareños como “los perros” por su fiereza y agresividad, detuvieron el vehículo, haciéndonos descender. Equipados con metralletas, nos preguntaron de frentón si llevábamos armas, a lo que les respondimos que no, que sólo éramos periodistas haciendo reportajes. En un segundo, los cuatro “perros” estaban dentro del jeep, revisando todo, tomando las cámaras que portábamos, abriendo la guantera, el capó del motor, el maletero, las bolsas con comida, todo.
Uno de ellos, con la mirada penetrante, casi artificial, y un prominente bolo de hojas de coca en la mejilla, se acercó a quien escribe esto. ” ¿Y tú quién eres…?”, preguntó. Le repetí lo que le habíamos explicado a su colega: “Somos periodistas de Chile”. Más violento que sus compañeros, comenzó a registrarnos con las manos arriba y nos hizo sacarnos los zapatos. “Mira mi credencial (de policía)”, me dijo enseñándomela… “¿Dónde… está… tu credencial… de periodista?”, emplazó pausado, marcando cada palabra.
Se la mostré.
“Permiso para hacer reportajes”, inquirió otro de los policías. Le replicamos que no nos lo habían pedido al entrar. “¿Y mapas? ¿Dónde están tus mapas, tu GPS? ¿Cómo es posible que no lleves mapas con la ruta que quieres hacer?”. “La sabemos”, le respondí. “La vemos por internet”. “A ver, muéstrame tu internet…”, contesta. “En… el hotel”, respondimos ya sobrepasados.
Ahí vino lo peor. Uno de los funcionarios encontró un frasco con gas pimienta que teníamos escondido en uno de los asientos, y que entre los viajeros es usual portar cuando se cruza por países potencialmente peligrosos, como medida de defensa. Lo muestra triunfante ante su jefe, quien nos dice que eso era muy grave, ya que se trataba de un arma, y que en rigor correspondería esposarnos y detenernos. En los siguientes 20 minutos intentamos dialogar haciéndoles notar que nuestra intención sólo era periodística; tensos 20 minutos hasta que la persuasión comenzó a funcionar…
Nos fuimos con el gas requisado y sin ningún papel que así lo avalara. Nunca supimos si finalmente nuestra condición profesional nos zafó de una experiencia peor -en Bolivia se dice que los policías prefieren no mostrar todo su “rigor” con los periodistas-, pero nuestra reflexión fue que sí se puede ser menos violento e igual de firme al momento de controlar. “No tiene que ver con que sean chilenos, somos así con todos”, nos dijo un policía sin habérselo preguntado. Efectivamente, al frente dos “perros” revisaban un par de autos bolivianos sin el mismo nivel de rudeza mostrado con nosotros, el que incluso motivó que quienes por ahí transitaban se detuvieran a observar la escena, como si se tratara del arresto de unos delincuentes.
Cuarto inconveniente
No volvimos a ser controlados por la policía en todo lo que nos quedó hasta la frontera. Las condiciones del camino fueron las mejores que nos habían tocado desde Chile. Se observaba una carretera a la altura de su título internacional: “corredor bioceánico”. Aunque de una vía, el asfalto es impecable, sin hoyos, perfectamente demarcado, con buena señalética y asomos de bermas en algunas partes.
En ocasiones pueden verse en la ruta a algunos personajes anacrónicos: europeos de tez muy clara vestidos como los actores de “La pequeña casa en la pradera”. Se trata de los “menonitas” o “amish”, comunidades religiosas anabaptistas de origen alemán-suizo, establecidas en un primer momento en Estados Unidos y Canadá, dispersándose luego en varias colonias por América Central y Sudamérica. Su principal característica es que rehúsan a las comodidades modernas y a todo lo artificial, como la luz o maquinaria, estableciendo un estilo de vida rústico. En la Chiquitanía son los grandes proveedores de vegetales.
Llegamos a San José de Chiquitos, en pleno corredor, centro de operaciones para toda la Chiquitanía. Desde allí fluyen varias rutas hacia las misiones jesuíticas establecidas en el siglo XVIII, y cuyos asentamientos coloniales son aún pintorescos reductos indígena-eclesiásticos situados en un entorno onírico. Aquí debíamos rellenar el estanque, pues nos advirtieron que en los poblados próximos la gasolina se había agotado, sin ninguna certeza de cuándo llegaría; una situación cotidiana en una ruta internacional que supuestamente debiera asegurarles abastecimiento a los vehículos. Y de las dos bombas de San José, sólo quedaba bencina en una. Y ahí nos encontramos con la misma dinámica que al salir de Santa Cruz: no se les podía cargar gasolina a vehículos extranjeros, por la ausencia de la famosa “factura internacional”. Opción: llenar en bidones, pues aún faltaban 375 kilómetros para la frontera.
El encargado del lugar, disculpándose, nos dice: “¿Ve todas esas cámaras que vigilan el surtidor?… Son de la Agencia Nacional de Hidrocarburos. Éste es un surtidor privado, pero lo vigilan porque no quieren que les pongamos gasolina a los extranjeros…”. Vuelta a los bidones y a las siguientes reflexiones: primero, que en las actuales circunstancias sería poco serio recomendarle a un amigo que se anime a recorrer Bolivia en su vehículo, porque la incertidumbre de abastecimiento es real y permanente. Segundo, que un camión extranjero en verdad debe pasarlo mal para no quedar sin gasolina durante el trecho del corredor perteneciente a Bolivia, al arbitrio siempre de la disponibilidad y voluntad boliviana.
En la frontera con Brasil, nuevas dificultades, que no van de la mano con una ruta internacional que pretende abrazar dos océanos, aguardan para ser relatadas en la próxima crónica.