Los últimos habitantes del pequeño barrio de calle Viña del Mar
Cuatro familias quedan en esta antigua arteria de Providencia de apenas 18 casas y declarada zona típica en 1997.
Por Pía Rajevic, La Tercera
“Ya no hay vecinos de antaño acá, se cambiaron a otros barrios o fallecieron. Sólo quedan cuatro familias, pero ninguna es de los orígenes del barrio. El resto son empresas que han alquilado las casas”, relata Marggiana Moreno, arrendataria de una de las viviendas de multicolor vía, cuya vecindad de otrora se extingue. No es fácil, por eso, dar con algún vecino y, menos, conocer del pasado de la cuadra.
Lo que Marggiana tiene ahí no es una vivienda, sino su academia de danza Bamboleo, que instaló allí hace un par de años. Cuenta que la casa es la Familia Hudson, la que vivió ahí toda una vida. “Los herederos no deseaban que acá hubiera más historia familiar que la de ellos. La casa estaba demasiado cargada de sus recuerdos, porque fueron los únicos habitantes de la casa. La compraron los padres, ya fallecidos; acá crecieron los hijos, y una de ellos la habitó hasta poco antes de que yo arrendara”.
El sol arrecia a las 12 del día en la calle Viña del Mar y todo es silencio pese a estar tan cerca del bullicioso centro urbano -entre Ramón Carnicer y Vicuña Mackenna, a sólo cuatro cuadras de la Plaza Italia-, salvo el movimiento de las empresas o instituciones que allí funcionan, a poco más de una decena, entre fundaciones, hostales y otras.
Cinco de las viviendas las ocupa el Consejo de Monumentos Nacionales. Instaló su sede en la reliquia mayor del barrio, la neogótica y tudoriana Casa de las Gárgolas, monumento nacional desde 2001. Nada tiene que ver con la arquitectura ecléctica del resto de la cuadra. Su dueño fue el rico agricultor curicano Melitón Moreno, quien gastó una fortuna para hacerla a su medida y se dio todo tipo de gustos, como poner sus iniciales en la manilla de la puerta de entrada o en los cabezales de las bajadas de agua; mandar a tallar las puertas; e instalar maravillosos vitrales y baldosas con motivos medievales.
El barrio tiene 18 encantadoras casas señoriales de dos pisos, cada una con un pequeño antejardín, todos sellados con rejas de fierro forjado con detalles Art Nouveau. La arquitectura se inspira en la desarrollada a inicios del siglo XX por Ebenezer Howard en Inglaterra, en el suburbio de Hampstead, donde propuso un modelo de ciudad jardín. El barrio fue declarado zona típica en 1997 por solicitud de sus vecinos. Lo que buscaban era protegerlo de la explosión inmobiliaria.
Las puertas de los vecinos que aún quedan permanecen cerradas a machete. El cartero, Eduardo Gueren, que transita por ahí, comenta que en una de ellas ya no abrirá nadie más. “Falleció la señora Carolina. Antes le traía el aviso para el cobro de la pensión del INP, la única carta que le llegaba. Vivía con la hija, pero ya no se la ha visto más”.
María Fernández es de las pocas que contesta el timbre. Lleva 30 años allí junto a su marido e hijos. La casa se la compraron a Raquel Alemparte, sobrina del dueño anterior. Cuenta que nunca firmó ningún documento para que la casa fuera Monumento Nacional. “Si así fuera, no podría mover ni una brocha para pintar. Lo que sí nos exigen solicitar permiso para intervenciones en las fachadas”, dice.
Ella conoce sabrosas leyendas del barrio. “A mi casa, cuando el dueño era un notario muy prestigiado, venía de visita la Gabriela Mistral. Y pernoctó acá. Eso me lo contó una vecina que ya murió. Cuentan que ella llegaba y todo el barrio se revolucionaba”.
-¿Y que más sabe de los antiguos vecinos?
-Poco. Ya todos se fueron. En la casa de al lado, que está deshabitada, vivió una anciana, que fue espía boliviana. Unos maestros que nos hicieron unos trabajos se metieron allí y encontraron unas gorras de veteranos del 79, de la Guerra del Pacífico. También diarios y cartas guardados en un baúl. Les dije: “¿De dónde sacaron eso? No deben meterse en casa ajena”. Luego me relataron que una de las cartas, firmada por una mujer, decía: “Estoy viviendo aquí, y nadie sabe que fui una espía”.
María se atreve con más información. “La señora de don Anacleto Angelini, Marita Noseda, vivió aquí al lado cuando era joven, en el pasaje Arrieta (bello pasaje extrañamente conectado a la calle por un túnel)”, dice orgullosa. Lleva años ahí, pero eso no quiere decir que no esté dispuesta a vender. “La calle es tranquila, tanto como cuando los niños jugaban acá hace 30 años. Pero ya todos envejecieron. Más adelante nosotros vamos a vender también. Los hijos ya están por irse”, remata.