La “tierra prometida” de Haití
Hace poco más tres años era un cerro despoblado que miraba de lejos el caos de Puerto Príncipe. Pero el terremoto de 2010 lo transformó en la toma más grande del continente y en uno de los campos más fértiles para la ayuda solidaria chilena.
Por Manuel Valencia, El Mercurio
“¡Goudougoudou!, ¡goudougoudou!”.
Naomi Jean-Baptiste repite la palabra una y otra vez con un dejo de temor a algo que parece sobrenatural. La mujer de 43 años abre los brazos y mueve los ojos hasta dejarlos casi blancos. La palabra que sale de sus labios significa “terremoto” en créole (criollo) y la pronuncia con un acento gutural y exageradamente marcado para explicar por qué llegó a vivir, como otras 120 mil personas, al sector de Canaán, la toma más grande de Latinoamérica y uno de los mayores bolsones de miseria de Puerto Príncipe.
-Todo se cayó, la gente moría, fue muy fuerte -cuenta, mientras se da pequeñas palmadas sobre su barriga con siete meses de embarazo.
Usualmente, en las calles de piedras y tierra del asentamiento, los niños juegan a las escondidas mientras los adultos conversan o construyen improvisadas ampliaciones en sus casas. Hasta que los relámpagos estallan sobre Puerto Príncipe y, en cosa de segundos, la tormenta tropical no deja a nadie en las calles.
Un ventarrón se abre paso y deja tres mediaguas sin techo.Los latones vuelan sin dirección mientras una mujer y dos niños descalzos corren e intentan atraparlos sin éxito.
La situación es dramática, pero ellos no se lamentan. Parecen llevar el dolor en la sangre. Después de una brutal dictadura que los atormentó por casi 30 años, las inundaciones de 2004 que dejaron más de 500 muertos y el terremoto de 2010 que quitó la vida a otras 250 mil personas, nada parece alterarlos demasiado. Destilan resiliencia: al rato regresan empapados y temblando a la pequeña casa de Naomi, donde se reúnen unos ocho vecinos, apenas entibiados por un pequeño brasero.
Hipolite Lukenson, otro de los desplazados que llegaron al sector, es uno de ellos. A la luz de las tímidas llamas, comenta:
-Nos gustaría quedarnos aquí, no queremos volver, porque acá tenemos un terreno donde poder estar juntos y vamos tener una casa.
La toma Canaán se ubica a 20 kilómetros del centro de la capital haitiana, en la denominada “extensión norte” de Puerto Príncipe. Pese a la cercanía, se necesita más de una hora y media para llegar al lugar, debido a los “blokis” o tacos.
La avenida de acceso, la Route National I, una especie de Ruta 5 que conecta con el norte del país, es un caos constante de viejos automóviles norteamericanos de los setenta, que se entrecruzan con camiones y abigarrados “Tap-Tap” -camionetas con acoplado que generan el único transporte público de la ciudad-, además de motos, bicicletas, hombres que venden grandes trozos de hielo y mujeres que equilibran cestos de agua y mercaderías en la cabeza.
Superados los obstáculos, Canaán se levanta con sus casitas desperdigadas, como señalando una tierra prometida que no es tal. La “favela” se originó poco después del terremoto del 12 de enero de 2010, cuando el Gobierno emitió un decreto para fijar esos terrenos como sitios de “utilidad pública”. Con ello, cualquier damnificado podía ocuparlos sin la amenaza de ser erradicado.
Guillermo Rolando, representante del Ministerio de Vivienda de Chile que trabaja hace casi dos años en la creación de la institucionalidad de Vivienda de Haití, conoce bien el lugar. Ha estado varias veces ahí.
-Fue una legitimación de las tomas y permitió que este sector fuera un hogar para miles de personas sin techo.
Sin espejos
El entorno natural de Canaán bien refleja lo que es el país: apenas algunos espinos y arbustos crecen en medio de las rocas y un barro arcilloso. Antes estuvo poblado de árboles que desaparecieron junto al 80% de las especies de Haití, en un irrefrenable proceso de deforestación.
Ahí, en ocho kilómetros a lo largo de las colinas, se multiplican las mediaguas, algunas instaladas por la Fundación Techo. Otras autoconstruidas por las familias de “desplazados” del sismo. Y a un lado, un conjunto de viviendas, que bien podrían ser las de un barrio de Providencia, están desocupadas hace 15 años.
Rolando explica que fueron donadas por el gobierno de Taiwán, pero como en Haití no existe una institucionalidad ni un sistema para asignarlas, se han quedado vacías. Ni con el terremoto las usaron.
No solo Taiwán tiene una pequeña bandera simbólica clavada en Canaán. Chile también. Además de Techo, que pobló las laderas con mediaguas, instituciones como América Solidaria y la organización Fútbol Más también se han hecho presentes.
Esta última busca fomentar habilidades blandas entre los niños y generar “barrios más felices”, trabajando con los incipientes futbolistas del lugar.
Para ello, la coordinadora del programa en Haití, Alejandra Alvear, llegó hace un mes a vivir a Puerto Príncipe.
Un lapso corto que no da cuenta de la súbita fama que ha adquirido en el campamento: es una de las personas que más esperan los niños del asentamiento. En su anterior visita, la también psicóloga deportiva les había prometido llevar una pelota.
Mientras explica que los planes son abrir una cancha en la escuela de Canaán, que tiene 430 niños y niñas, y que esperan poder trabajar con 100 de ellos, la llegada de los “amigos chilenos” -como refiere uno de los locales- convierten a los truenos y relámpagos en una anécdota.
En medio de la tormenta, los niños no disimulan las sonrisas que ha despertado la llegada del ansiado balón. La delegación chilena les toma fotos. “¡Quiero verla!, ¡quiero verla!”, demanda uno de ellos, que se queda pasmado ante el visor, apuntando donde aparece abrazado junto a sus amigos. Un funcionario de la embajada apunta que la impresión no es por la cámara.
-No tienen espejos y de seguro él no se ha visto en meses.
A un lado, Rolando comienza a detallar otra colaboración chilena que tiene en mente. Con el enorme campamento frente a él, repasa los planes para los próximos meses y años.
-Aquí vamos a hacer el esqueleto urbano, con rutas de acceso, los principales caminos… Tenemos que delimitar zonas de riesgo y entregar los primeros servicios de agua, de evacuación de excretas y paneles solares para darles electricidad.
Mientras habla con entusiasmo, escampa, y el cielo, muy azul, se quiebra en el horizonte de Puerto Príncipe. A lo lejos se parece a Valparaíso, hasta que unas débiles luces que apenas se encienden recuerdan que no, que el alumbrado público es una fantasía más y que pronto las mujeres sacarán sus mesas con una vela a las calles para prolongar el día y disimular la noche profunda que comenzó con el terremoto y de la que los haitianos aún no pueden despertar.