Columna El Observador Urbano: Y el pasto llegó a palacio
Por Miguel Laborde, El Mercurio.
Avanza el verde acercándose a La Moneda. Era inevitable, es nuestra identidad y nuestro ADN; más temprano que tarde, el pasto radiante tenía que iluminar el entorno del solemne Palacio del Gobierno de Chile. No bastó la pintura blanca para suavizarlo, faltaba el verde, nuestro símbolo más característico.
Carabineros de Chile tiene el mérito de haber descubierto ese rasgo esencial de nuestra identidad. En pleno desierto de Atacama, con un agua escasa y mínima, no ceja en su empeño de mantener, a ambos costados del acceso, unos pocos metros de pasto que riega con la inquebrantable disciplina de un rito de interés nacional.
Hay alcaldes de pueblos remotos, a veces de educación escasa, que conocen lo suyo. No dejan de perseguir al senador o al diputado de la zona, les piden apoyo para lograr algo que, vagamente advierten, les puede significar la reelección: una cancha de fútbol con pasto.
En un entorno geológico duro, hostil incluso, el que aprendimos a enfrentar con la resistencia del hormigón armado y las estructuras de acero expuesto, el manto verde y materno, acogedor y consolador, compensa lo anterior. Lo masculino necesita a lo femenino.
Los arquitectos extranjeros se sorprendían años atrás al ver edificios idénticos a los que habían visto en el hemisferio norte, con una diferencia, una sola pero fundamental: la jardinera. A falta de casa, un trozo de naturaleza elevado por los aires. Ese detalle, casi insignificante, resulta decisivo y generó la innovación: edificio con jardinera. Ahora, incluso, se suman muros y techos verdes.
Bernardo O’Higgins algo intuyó, y es por eso que su único proyecto urbano fue el Paseo de las Delicias, pero Vicuña Mackenna, certero como siempre, apuntó al centro del alma nacional: hizo traer toneladas de buena tierra e hizo plantar pasto en los prados en formación en el Santa Lucía. Árboles también, por supuesto: ¿para qué sirve el pasto en verano, si no tiene la sombra de un fresco follaje?
Las madres chilenas piden plazas. Con sabia intuición, perciben que caerse, corretear y jugar en el mullido pasto es una fase formativa necesaria en un chileno. Al final de sus días, con el cansancio en los ojos, llegan los jubilados a los escaños de las plazas. Con nostalgia, evocan el tiempo aquel en que pasaban varias horas diarias en ese escenario tan engañosamente blando; la vida era más dura.
El modo de ser se perfila en esa etapa y para siempre. La mayoría aprenderá a correr detrás de una pelota, obteniendo tal placer en esa actividad que, años después, se sentará a ver partidos de fútbol que, inconscientemente, le regresen a ese paraíso perdido. La áspera vida laboral esconde un proyecto muy relacionado, el sueño de una casa con jardín, según la llaman los ingleses, pero cuyo nombre en Chile debiera ser casa con pasto.
Es algo atávico, una sabiduría ancestral. Los mapuches conocían las aldeas nortinas, pero nunca apreciaron esa cercanía tan estrecha con el vecino; conservaron siempre una distancia -la chalinga- y rodearon su ruca de una verde huerta. Es, en su imaginario, el paraíso perdido. Sus entierros, en suaves laderas tapizadas de vegetación, los hemos replicado en estas últimas décadas; nada mejor que quedarse, para el sueño eterno, cubierto para siempre de un fresco manto verde.
Identidad
Los arquitectos extranjeros se sorprendían años atrás al ver en Chile edificios idénticos a los que habían visto en el hemisferio norte, con una diferencia, una sola pero fundamental: la jardinera.