Columna Hacia un Santiago de Calidad Mundial: El espectáculo más natural de Santiago

Por Miguel Laborde, El Mercurio. (22/02/14)

La geografía asienta la identidad de las ciudades. Así ocurrió con las colinas de Roma, que en otro tiempo se alzaban sobre unas tierras bajas e inhóspitas, barrosos nidos de serpientes, deshabitados por el hombre. O París, con su isla de la Cité, corazón de su historia y también ubicada en un entorno cenagoso que perdura en el nombre del Barrio Marais (pantano). La dura geografía no insinuaba su destino.

Lo mismo sucede con la isla de Zayachi en el delta del Neva, otra inhóspita zona de marismas que se debió dragar para construir San Petersburgo. Tampoco era de interés la islita donde nació Ciudad de México, y es por eso que estaba libre cuando llegaron los aztecas a la zona. ¿Y ese pequeño archipiélago en el origen de Nueva York, con sus islas de Manhattan, Roosevelt, Belmont? Área de aves, no de grandes presas, tan poco atrayente para cazadores como eran los indios lenape que recorrían los valles del Delaware y el Hudson.

Pero hasta hoy, la geografía se hace presente intencionadamente en todas ellas. Hay una épica en sus esfuerzos para adaptarse al medio, la que quedó grabada en la memoria colectiva.

Santiago nace en una cuna diferente, privilegiada. La explanada donde se funda era de óptimas condiciones (agua, buenos suelos, brisas, clima templado, ceja boscosa y vertientes en la cercana precordillera además de, hacia La Dehesa, árboles de enormes magnitudes). Curiosamente, se han querido borrar las huellas de su origen: ¿No perdonamos la acción de los terremotos?

El gran espectáculo de este valle era el del torrente andino que, estacionalmente, se desbordaba para ir a estrellarse contra el peñón del cerro que se llamaba Huelén, dividiéndose entonces sus aguas, inundando la explanada o surcando veloz la quebrada que es hoy la Alameda. Rocas andinas, de toneladas de peso, bajaban retumbando por el cauce.

Por supuesto, el Mapocho tenía otro caudal antes de ser sangrado, por los incas y a lo largo de la Colonia, por una larga serie de canales que irrigaron el valle. La fecundidad de la cuenca es obra suya, pero el Mapocho murió ahí, en ese parto.

Los hitos mayores de ese violento espectáculo natural eran dos; el sector del río donde las aguas irrumpían, y el gran peñasco donde ellas reventaban. El primero fue ocultado con los Tajamares y el Parque Forestal, y el segundo se transformó en el Paseo del Santa Lucía. Curioso que los dos parques más céntricos, los de las postales del novecientos, correspondan justamente a esa negación del principal drama de nuestra geografía.

Como ya son parte de nuestro imaginario, indispensables para miles de familias que acuden a ellos periódicamente, no los vamos demoler; pero, por lo mismo, debieran tener la categoría de “Santuarios Urbanos”. Son dos espacios que donó la naturaleza y la ciudad debiera estar más que agradecida de ese privilegio. Ambos, se quejan sus vecinos, padecen de un estado de cosas que proviene del maltrato causado por los usuarios.

Si algún día tenemos un Museo de Santiago con espacio y recursos, ese fenómeno natural, del choque entre el agua y la piedra -el combate entre la Serpiente del Agua y la Serpiente de la Tierra-, podría ser su imagen primera, en el acceso. Después de todo, caminamos sobre suelo que tiene origen andino y bebemos aguas cordilleranas.

Santiago es una ciudad hija de la cordillera de los Andes, y por estar a sus pies ocupa un valle que de ella se alimenta. Este valle es hijo de esa montaña.

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Cuenca de Santiago

La ciudad nace en una cuna privilegiada. La explanada donde se funda era de óptimas condiciones. Curiosamente, se han querido borrar las huellas de su origen: ¿No perdonamos la acción de los terremotos?