Columna: El debate de las luminarias en El Golf
Por Miguel Laborde, El Mercurio. (08/03/14)
Hacia un Santiago de calidad mundial el observador urbano:
No es menor la tónica de la discusión, a propósito del reemplazo de las luminarias tradicionales de la avenida Gertrudis Echenique -que estaban en buen estado- por otras de diseño contemporáneo: ¿Es legítima la nostalgia, o el tiempo actual es el único válido? ¿Los vecinos tienen derecho a opinar, o solo la autoridad local posee voz y voto?
El Golf, tal como la Vitacura baja, corresponde a una época de transición, reflejo de una ciudad que aún miraba hacia Europa, pero ya mezclaba su influjo con el de Estados Unidos: tradición y modernidad. Para muchos, y de ahí las pasiones intensas en este conflicto, no ha habido ni habrá mejor equilibrio, porque las ventajas del habitar moderno se complementaron en ese barrio con las artes y oficios europeos de origen medieval; de cuando había guerras, espías, economías en alza o en desgracia, según se lograran o perdieran los secretos de un saber hacer: las sedas de Lyon, las cervezas de Flandes, los cristales de Murano…
París y Bruselas fueron proactivas, una vez que comenzó la Revolución Industrial, en lograr un mobiliario urbano elaborado, todavía decorado, incorporando artistas y artesanos. Auguste Rodin, llamado el primer escultor moderno, se formó en esos talleres, en su caso en los de la Escuela de Artes Decorativas, que llevaron belleza a la calle, una belleza democrática, gratuita, para todos los ciudadanos.
El diseño surgía en ese momento. Antes de su triunfo, que favoreció a las máquinas y su estética, hubo “artistas ornamentales” dibujando luminarias, escaños, tranvías, buzones de correos, marquesinas, casetas telefónicas, carteleras, grifos, quioscos, todo cuanto se produce para su uso en las calles. A Chile se traerá a un catalán, Antonio Coll y Pi, para que desde una cátedra en la naciente Escuela de Artes Decorativas depositara aquí ese conocimiento.
De esa cultura, que aspiraba a unir la utilidad con la belleza, provenía el diseño de las luminarias de El Golf, de las fundiciones chilenas que heredaron esos modelos y los reprodujeron en Valparaíso, Talca o Santiago, en pocas pero eficientes “industrias artísticas”. En este sentido, eran un patrimonio en riesgo de extinción; un mensaje de nuestra historia, de nuestros ancestros, de los que construyeron El Golf con esos cánones.
Además, su altura era menor a la convencional. Si las anteriores se elevaban entre la copa de los árboles, pensadas para los automóviles en la calzada, estas, más bajas, correspondían a una tendencia de fines del siglo XX; acoger el caminar del peatón por la vereda, eran una invitación al paseo. Si casi toda esa centuria privilegió a los motorizados, ahora emergía la relevancia del transeúnte; si las anteriores provocaban podas excesivas, para dejar bajar la luz, las nuevas están bajo la copa y no se oponen al desarrollo de su follaje.
También obedecía a otra tendencia reciente, derivada de la inseguridad en el espacio público nocturno: iluminar las veredas para proteger, virtualmente, el desplazamiento de las personas; es en ellas donde hace falta luz para desincentivar la delincuencia.
Si su desaparición logró generar una organización vecinal, es porque sentían que ellas eran parte relevante de su entorno, un bien público que ya era parte de su imaginario. No sorprende que pidan el regreso de sus faroles tradicionales.