La ciudad moderna que creció a orillas del Mapocho
“El río Mapocho y sus riberas” , de Simón Castillo Fernández, apunta al proyecto de canalización iniciado en 1888 del torrente, y cómo así Santiago tomó nuevo impulso.
“Campesino, turbulento y plebeyo. Ridículo en verano y con ciertas pretensiones en invierno”, escribió, en su paso por el Santiago colonial, el cronista español José Antonio Pérez García. Joaquín Edwards Bello, que no le guardaba especial simpatía, fue más allá y lo describió como un típico río araucano: “chico, beligerante y solapado (…) dispuesto a atacar cuando se siente fuerte”.
El río Mapocho fue, hasta fines del siglo XIX, el mayor símbolo de la capital. Por su poder destructivo, que se manifestaba durante los inviernos, pero sobre todo, porque esos desbordes les recordaba a los santiaguinos cuán vulnerables eran entonces.
“En abril de cada año, los amigos que vivían en distintas riberas se despedían hasta octubre. Las crecidas hacían imposible pasar de un lado a otro. Hay registros de una vez que el agua llegó hasta avenida Matta”, cuenta el historiador Simón Castillo Fernández, autor de “El río Mapocho y sus riberas” (Ediciones U. Alberto Hurtado).
El libro corresponde a una tesis de doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos, y se presenta como una historia de la ciudad, desde las postrimerías de la Colonia hacia los comienzos de la modernidad. “El proyecto de canalización de ese primer tramo significó el control sobre la naturaleza, y en consecuencia se resolvió el problema económico que dejaban los daños, y el problema sanitario en una ciudad donde el 10 por ciento de la población estaba en la extrema miseria”, dice el autor.
Si bien la canalización del río estuvo en la carpeta del intendente Benjamín Vicuña Mackenna, la falta de recursos le impidió realizarla. Pero en 1888, el recién creado Ministerio de Industrias y Obras Públicas aprobó un nuevo proyecto presentado por el ingeniero Valentín Martínez.
“Es un persona desconocida en la historia de Chile. Fue el responsable de este avance, que significó el impulso de la nueva ciudad. Pero también es una figura ambivalente (ver recuadro). Yo mismo tengo una opinión contradictoria de él. Había estudiado en Europa, creía en la urbanización, habla de lo estético, pero también de lo funcional. Y la preocupación por la higiene era clave”, dice Castillo.
Las obras se ejecutaron con una velocidad inusual. En apenas cuatro años se encajonaron los tres kilómetros que hoy están entre Pío Nono y Manuel Rodríguez. Treinta años más tarde la canalización se extendería hacia Providencia y Quinta Normal. Pero es en ese tramo inicial donde se instala parte de la ciudad moderna. Se construyeron nueve puentes metálicos, algunos de los cuales, como el de calle Purísima, aún están en pie. Y junto con evitar nuevas crecidas, se ganaron terrenos para construir: un corredor de cien metros hacia el norte y hacia el sur desde cada ribera.
“El Estado quiso lotear esos terrenos para recuperar la inversión, pero la presión de la burguesía por un espacio urbano natural fue tal, que finalmente se creó el Parque Forestal, que además terminó con el basural en que se había convertido el lugar”, dice el investigador. Fue proyectado en 1894, por el paisajista francés Jorge Dubois, y junto con la construcción del Museo de Bellas Artes en 1910, el lado sur aumentó su plusvalía. “El lado norte, en cambio, siempre fue su pariente pobre”, agrega.
Aun cuando la mayor parte del año el río avanzaba apenas como el hilo de un torrente, podía alcanzar hasta 400 metros de ancho en su cauce. Encajonado y todo, el Mapocho no da explicaciones, como en la crecida de 1900. O la de 1982: “Todos vimos por televisión ese Mini caer al cauce”, dice Simón Castillo. Así son los buenos ríos araucanos.
Cal y Canto
De todos los puentes arrasados por las crecidas del Mapocho, el más significativo es el Cal y Canto. “Fue el único cuya destrucción fue hecha por el hombre”, asegura Simón Castillo.
El ingeniero Valentín Martínez observó que el puente que conectaba Santiago con La Chimba no solo interfería con la logística de la canalización, sino que representaba un vestigio colonial. Dinamitadas sus bases para debilitarlo, solo hubo que esperar la próxima crecida, que llegó en agosto de 1888. Su derrumbe fue un espectáculo presenciado en directo por la muchedumbre. “Incluso el Presidente Balmaceda llegó para ver la caída”, dice Castillo.
El acontecimiento provocó el rechazo de la sociedad. Terminado de construir en 1782 por cuadrillas de presos, tenía 200 metros de extensión y era considerado un bien histórico. En 1889, El Taller Ilustrado escribió: “El Puente de Cal i Canto ofrece hoy a la ciudad de Santiago el aspecto que el Coliseo de Roma ofrece a los viajeros: su hermosa y sólida arquitectura convertida en un montón de ruinas donde puede grabarse esta inscripción: ‘lo que los araucanos no hubieran hecho, lo hizo el ingeniero Martínez'”.
“Durante mi investigación pregunté a arquitectos si la canalización hubiera sido técnicamente viable sin destruir el puente. La respuesta es sí”, dice el autor.