Columna “Hacia un Santiago de calidad mundial”: No solo rayas y grafitis

Por Miguel Laborde, El Mercurio.

En las selvas urbanas contemporáneas son cada vez más diversas las categorías humanas que las recorren, a veces invisibles entre sí y especialmente en el entorno de parques cuya calidad atrae a visitantes de diversas comunas. En un fin de semana de esta tímida primavera santiaguina puede uno contar más de veinte “especies” diferentes, sin mencionar a los paseantes de mascotas, a las parejas enamoradas, a los carabineros montados o a los artistas callejeros.

Tablas de patinaje, barristas de fútbol, creyentes en sectas y fanáticos de tendencias musicales o de sistemas de ejercicios físicos son algunos de los mundos que ahí confluyen. Muchos jóvenes encuentran algo que es fundamental para el bienestar psicológico, y que esta sociedad no aporta con frecuencia; la posibilidad de ser parte de una comunidad, en la que se comparten afectos más intensos que en muchas familias disfuncionales. En ese paisaje los adolescentes masculinos son, por lejos, más numerosos que los femeninos.

El espacio público de los parques, al parecer, como antes sucedía en bosques, montañas o en el mar, es el lugar donde enfrentar desafíos y construir una identidad. Las jóvenes, en cambio, se ven en menor cantidad y más determinadas. Tal vez más maduras, no parecen estar ‘perdiendo el tiempo’: muchas están trabajando su cuerpo. Cada grupo parece llevar uniforme. El corte de pelo, tatuajes, piercings , la ropa, todo puede servir para perfeccionar la identidad y demostrar la pertenencia al grupo y la distancia frente a la cultura oficial. Es una lástima que las tribus urbanas santiaguinas más cerradas hayan generado el hábito de marcar “su” territorio, desgracia mayor cuando al parque rodean construcciones de calidad, como en el caso del Forestal, el que también sufre por ruidos, ferias y basuras de usuarios que, reclaman los vecinos, no cuidan el lugar.

Como los animales del bosque, esos grupos parecieran necesitar un sistema de hitos, recorridos y bordes que les permita establecer una ciudad “propia”; una señalética propia. Algunos, en cada celebración masiva o fiesta popular, renuevan los signos en los muros hasta dejarlos saturados en una trama que se vuelve incomprensible, obligando a los municipios y/o propietarios a invertir, una vez más, en volver a pintarlos.

Santiago no es un caso único. Los reportajes de prensa dan cuenta de fenómenos similares en las principales ciudades europeas, en las que la inmigración árabe, africana, turca o latinoamericana también genera convivencias a veces ásperas. Sus autoridades, cada vez más, recurren a la asesoría de antropólogos, psicólogos y sociólogos especializados porque, para desgracia del paisaje urbano, los muros se han transformado en “el buzón de reclamos” de muchos grupos que se sienten invisibilizados y que así quieren anunciar su presencia. Hay una suerte de escala entre ciudades; a mayor integración social, menos rayados, en tanto a mayor fragmentación, más son los signos y rayas que “tatúan” las fachadas de casas y edificios.

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Mala costumbre

Es una lástima que las tribus urbanas más cerradas hayan generado el hábito de marcar “su” territorio, desgracia mayor cuando al parque lo rodean construcciones de calidad.