Los citedinos
Por Sebastián Sottorff, El Mercurio.
Más de un siglo después de que fueran creados como una solución habitacional económica para una población que crecía rápidamente, algunos cités o conventillos de Santiago presentan los mismos problemas que entonces, como la pobreza y el hacinamiento. Otros se han transformado en consolidados y apetecidos barrios, pero compartir los espacios comunes sigue generando algunas desavenencias entre sus residentes.
Han pasado unos siete años, pero todos aquí recuerdan el día en que un hombre completamente desnudo cruzó de punta a punta el cité. Era un miércoles de verano, el sol arreciaba con fuerza sobre el zinc de las techumbres y de un momento a otro una mujer comenzó a gritar. Su marido, un camionero que solía pasar más tiempo recorriendo carreteras que en su hogar, había descubierto la infidelidad de su esposa. Era elúltimo. Todos en el barrio ya sabían.
“El patas negras”, como lo definen los residentes , duró más de un año y medio haciendo “visitas extramaritales”. Pero estas terminaron ese caluroso miércoles de verano. Un día que se transformó en una especie de efeméride vecinal en este, un antiguo cité de calle Maruri en Independencia. Cuando rememora el episodio, Eduardo Carrasco no logra contenerse y suelta una carcajada.
-El tipo salió corriendo pilucho nomás. Justo antes de la entrada una vecina tenía colgados unos paños de cocina, así que agarró lo que pudo y se arrancó.
Como él, todos en este conventillo recuerdan el hecho y lo describen como una anécdota trascendental en el barrio. Porque no pueden hablar del cité y su historia sin recordar la huida del desafortunado hombre, quien no fue lo suficientemente rápido. Antes de terminar su carrera fue mordido por un perro y luego apaleado sin piedad por el marido engañado.
El invitado de piedra
“Es que vivir en comunidad nunca ha sido fácil”, acota Juan Valdés, cuando describe las características de este desvencijado y añoso cité. Lo dice mientras apunta hacia una infinita maraña de cables eléctricos que sobresale hacia la calle. Según dice, una bomba de tiempo que tiene inquietos a los vecinos. Sobre todo ahora, cuando hace menos de dos semanas un conjunto de vetustas casas del barrio Yungay quedaron destruidas a causa de un incendio.
Hace unos días, don Juan se acercó a la municipalidad para pedir ayuda y poder desenredar este nudo de cables.
-Pero en vez de ayudarme, me amenazaron con multarme por no tener buena la instalación. ¿Le contaron del patas negras que pillamos una vez?
La copucha más popular del último tiempo florece otra vez .
Los cités fueron una forma de vida ideada a principios del siglo XX para resolver un grave problema social: los crecientes niveles de pobreza de quienes emigraban desde el campo a la ciudad. Sin embargo, la solución se convirtió en problema y el hacinamiento, en un asunto casi imposible de remediar. Hasta hoy.
Porque han pasado más de 100 años y los problemas entre los vecinos siguen siendo los mismos. La escasa limpieza de los espacios comunes, los ruidos de madrugada, las fiestas interminables… y un residente más, acaso el más antiguo de cualquier barrio: el comidillo sin fundamento, algo que se repite entre quienes viven en un espacio reducido donde es fácil enterarse de lo que hace el resto.
-A mí no me interesa lo que hagan con su vida, pero estos gallos tienen algo medio raro allá adentro. Se acuestan tarde, no salen nunca de día y ni siquiera sabemos cuántos son. Para mí que son medios brujos o satánicos.
Ruth Fuentes vive desde hace 47 años en un cité de Matucana, en Quinta Normal. No alcanza a terminar de hablar y la cortina desteñida de la casa en cuestión se corre rápidamente. Un hombre echa un vistazo hacia la mujer. “¿No le dije yo que eran raros?”, repite, mientras su vecino desaparece allá en la oscuridad.
Hay algunos que hasta hoy no se pueden alejar de su sello de marginalidad. Pasa en Estación Central, específicamente en la calle Ecuador frente a uno de los costados de la Usach. Allí, unos cuatro callejones configuran un barrio donde prima la inseguridad.
Ese barrio no es el que conoció María Isabel Urra cuando llegó a vivir acá. La mujer de 74 años se queja de que “ahora abundan los pitos y los cabros vendiendo droga”. A menos de diez metros, un tipo cuenta un fajo de billetes y se pasea con un bate de madera. Luce inquieto ante la presencia de un extraño.
“¿Pero sabe qué? Yo no me meto con nadie y ellos no se meten conmigo”, dice María Isabel con un tono de seguridad artificial, que seguramente está influenciado por el miedo. A lo lejos, un parlante no deja de escupir canciones de reggaetón. Ella entrejunta el pulgar y el dedo índice en sus labios, lanza una mirada cómplice y hace una señal de silencio.
La presencia de extranjeros se ha tornado una realidad frecuente en los cités de la capital. Muchos inmigrantes llegan hasta ellos atraídos por los precios, pues una pieza puede costar no más de $70 mil mensuales. Claro que las antiguas casonas muchas veces son peligrosamente divididas para aumentar su capacidad, reviviendo de alguna manera un Santiago que muchos piensan está olvidado: el de la llamada “cuestión social”.
En la calle Rivera, al igual que en otros sectores de Independencia, cientos de inmigrantes han hecho de ellas su hogar. Los espacios públicos están dominados por las costumbres foráneas, como la música, la comida y las actividades de esparcimiento.
-Vivir así no es un agrado, pero es lo que tenemos, nada más.
Bruno Durán, pastelero limeño que llegó hace 14 años a la capital cuenta que su adaptación estuvo llena de altibajos, problemas y de mucha discriminación. Todavía recuerda, con cierto dolor, aquellas ocasiones en que sus compañeros de trabajo se paraban de la mesa cada vez que él se sentaba a comer.
“Pero te terminas acostumbrando. Las condiciones de vida no son las mejores, pero así tenemos que empezar”, agrega en medio del estrecho callejón en el que viven veinte familias. Todos extranjeros, acostumbrados a convivir entre la ropa colgada, el suelo mojado y los gatos callejeros.
Pero como en otras ciudades del mundo, espacios que durante años fueron un epicentro de la clase obrera, también se han transformado en cotizados inmuebles habitacionales.
Cité VIP
Es lo que pasó en un cité de calle Constitución, en pleno barrio Bellavista, donde un conjunto de casas de principios del siglo XX hoy es un apacible y elegante callejón emplazado en lo que los vecinos también llaman el “epicentro del carrete”. Jorge Alcayaga, familiar lejano de la poetisa Gabriela Mistral, es un hincha de su barrio.
-Es como una especie de oasis. Acá no hay bulla, delincuencia o suciedad.
Transportista escolar de toda la vida, llegó junto a su señora en los años 70, cuando este sector de Santiago era un agradable barrio residencial. Hoy su casa es codiciada por profesionales jóvenes que buscan una atípica combinación de estilosas viviendas patrimoniales emplazadas en una insuperable ubicación.
Pese a la relativa tranquilidad de la zona, los problemas no están ausentes.
Don Jorge se queja de que uno de sus vecinos se niega a cortar un frondoso conjunto de árboles y arbustos. Eso atrajo a las palomas y con ello, la inevitable suciedad. No han sido pocas las veces que una paloma ha dejado caer sus heces sobre él o su señora y a sus más de 80 años, la constante acumulación de excrementos y el esmog que se concentra en el callejón le han pasado la cuenta, como denota su voz, rasposa y débil.
-No saluda, no le gustan los niños, no tiene voluntad para arreglar las cosas y su mujer se altera rapidito. Gracias a otro vecino, que es dueño de un teatro acá en el barrio, hemos mejorado las instalaciones eléctricas, la reja de entrada y otras cosas. Pero él no ha pagado nada -remata, mirando los matorrales polvorientos.
Más al poniente, en plena avenida Matucana, el imponente y elegante conjunto residencial Las Palmas, construido en 1914, sobresale en su entorno. Un grupo de viviendas que cuenta con nada menos que la Quinta Normal como jardín. Eso, que en las primeras décadas del siglo XX fue todo un privilegio, hoy se ha tornado en un problema.
En voz baja
-Solo una pared divide nuestras casas del parque y, lamentablemente, mucha gente pone en riesgo nuestra seguridad. Hay varios que orinan, hacen fuego, se drogan o tienen relaciones sexuales. Todo detrás de esa pared chica.
Ester Guzmán apunta hacia el final de la calle en la que vive hace más de cuatro décadas. De día trabaja ahí mismo: tiene un carrito de dulces emplazado justo afuera de la reja del cité. Desde allí custodia el grupo de imponentes casas señoriales. Muchas de ellas arrendadas por inmigrantes, quienes a su vez subarrendaron los subdivididos espacios.
Bajando el tono de voz, asegura que no es racista, que al contrario. Que muchas veces le ha tocado defender a los extranjeros cuando los pelan. Pero cree que en parte el deterioro del cité fue por su llegada. Porque ellos, comenta, se pusieron a dividir las casas y metieron más personas, acusa apuntando las ventanas derruidas. En un balcón donde cuelgan unas toallas desteñidas se alcanzan a ver los improvisados tabiques de cholguán que separan las minúsculas piezas donde viven los inmigrantes.
Dado el débil estado de conservación del lugar, muchos vecinos temen que con un simple temblor todo se termine por caer. Hubo tiempos mejores para este callejón y doña Ester lo sabe. “Todo tiempo pasado fue mejor”, dice resignada mientras alza los hombros.