Opinión: ¡Abajo el Plan Regulador!
Por Carlos Pinto Torres. Abogado UC, Profesor de Derecho Administrativo UCSH. Diplomado en Planificación y Gestión Urbana Integrada UC.
Puede sonar una consigna de conflicto vecinal pero busca más bien despertarnos de nuestra insensibilidad normativa. Como ocurre en muchos otros ámbitos que rigen nuestra vida en sociedad, en materia urbanística los esenciales elementos que emanan de su regulación no han sido discutidos en un contexto democrático o en el marco de un amplio debate.
Por muchos es conocida la situación de las dos leyes generales de urbanismo y construcciones que ha tenido nuestro país, la de 1931 y la actual (que data de 1975), que comparten la característica de haber sido dictadas en períodos de anomalía constitucional y en el ejercicio de cuestionadas potestades “delegadas” al Poder Ejecutivo. Los fundamentos y énfasis de su contenido responden a lógicas que no fueron conocidas ni discutidas por la ciudadanía y aún versando sobre materias tan trascendentes como la propiedad privada, el uso de los espacios públicos y la función social de la propiedad, sustentan hasta el día de hoy un intrincado andamiaje jurídico-regulatorio que resulta muy difícil de comprender para el común de los habitantes de las ciudades.
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Así, la creciente importancia de la participación social y los logros obtenidos por sucesivos gobiernos democráticos en la satisfacción de demandas básicas de vivienda, han reconducido los requerimientos de los ciudadanos hacia exigencias vinculadas con la integración social de sus barrios, a un mayor número y mejor calidad de espacios públicos y a una necesidad no satisfecha de un transporte público sustentable y a escala humana. Por ello, cabe preguntarse si en dicho proceso nuestra institucionalidad e instrumentos resultan adecuados para resolver este tipo de reivindicaciones o se constituyen más bien como una piedra de tope, considerando la confluencia de múltiples dimensiones y la deficiencia de criterios de intersectorialidad en la formulación de sus diagnósticos y soluciones.
En dicho contexto, la excesiva demora en la tramitación de los planos reguladores es de por sí una buena razón para cuestionar la efectividad del más reconocido instrumento de planificación urbana. Las constantes suspicacias en las motivaciones que llevan a modificar un plan regulador y las consecuencias que tienen dichos sucesos nos llevan a exigir el aumento de los estándares de transparencia que existen actualmente en estos procedimientos administrativos. En este sentido, se requiere integrar metodologías de participación reales y efectivas, ello en la calificación de las necesidades, en la comprensión de las expectativas que tiene la población de dichos instrumentos, así como en la elaboración de la herramienta misma. Siendo la ciudad una realidad dinámica, no resulta racional ni comprensible que la modificación de un plan regulador demore 5, 7 o 20 años. Por otro lado, el reconocimiento de instrumentos de características integradoras como el Plan Regional de Ordenamiento Territorial (PROT), que en su tramitación legislativa busca reemplazar al desconocido Plan Regional de Desarrollo Urbano que hoy contempla la ley, implica un cambio de visión que busca dar reconocimiento a una herramienta sin rango legal que ha sido utilizada por los Gobiernos Regionales para gestionar su territorio atendiendo a múltiples factores.
Por ello, e independiente del curso que tome la exigente e interesante discusión en materia de descentralización administrativa, se nos ponen por delante importantes desafíos respecto a esta materia. El primero, dice relación con la necesidad de contar con instrumentos de planificación territorial metropolitanos o locales que conversen y confluyan en los planes de transporte; que integren y prioricen la formulación, ejecución y conservación de grandes obras públicas e infraestructura urbana, evitando con ello el impacto y deterioro intempestivo del territorio por parte de los órganos del Estado. Del mismo modo, nuevos planes maestros debieran organizar la ubicación de la vivienda de interés social y conducir el emplazamiento de equipamiento de gran escala, en una lógica en que el Estado se constituya como un promotor (y no destructor) de la integración social, cubriendo una serie de estándares y garantías urbanas básicas. En estos casos, también resulta necesario atender a las distintas necesidades de las ciudades, en que, de acuerdo a su tamaño, requerirán instrumentos con distinto nivel de complejidad, ya que las necesidades en materia urbanística de una ciudad como Traiguén serán necesariamente distintas de las que tenga una conurbación como el Gran Concepción.
En cualquier evento, la incorporación de instrumentos normativos distintos de los actuales requiere hacerse cargo de la deficiente participación ciudadana que existe en la materia, la que se limita a la realización de audiencias públicas por parte de los Municipios y que exige recrear un diálogo constante con la ciudadanía, tanto en el levantamiento como en la elaboración y puesta en marcha de la herramienta.
Finalmente, cabe hacer notar la existencia de herramientas jurídicas que hoy están plenamente vigentes pero que han caído en desuso, como es la posibilidad del Estado, a través de los órganos administrativos competentes, de planificar las urbes través de bancos de suelos, que permitan viabilizar el emplazamiento de proyectos y obras necesarias para un correcto y armónico desarrollo de nuestras ciudades. Ello, junto con la valorización y recuperación de las plusvalías derivadas de la ejecución de infraestructura urbana, reposicionaría a la ciudad como gestora de las necesidades e intereses de sus propios habitantes, hoy tan a merced de los vaivenes del mercado.