Columna El Observador Urbano: El espacio público nos llama
Por Miguel Laborde, El Mercurio.
El santiaguino de antes cultivó el ser frío y distante. Traje oscuro, voz de bajo volumen, trato discreto y en lo posible sin contacto corporal, todo parte de un aprendizaje destinado a olvidar el origen indo-español para subirse al carro de las ciudades civilizadas.
Mientras más frío el carácter, mejor. Ni siquiera el temperamento expansivo del romano o el madrileño eran realmente aceptables. Había que alejarse del calor y evitar todo bronceado que amenazara con oscurecer la piel.
No éramos tropicales -estaba claro-, y en pleno siglo XX los cónsules en Estados Unidos reclamaron una y otra vez ante las productoras de Hollywood, cada vez que en una película aparecía una ciudad chilena con población negra. La civilización era blanca, muy blanca.
Esa cultura de tierra caliente, con personas sentadas en plena vía pública, fumando y consumiendo cerveza por litros, riéndose a gritos, tampoco era aceptable. Claro, en París se podía tomar o comer algo en una vereda, pero eso porque era una ciudad ya civilizada, de gente con buenas maneras, discreta.
El aumento en los ingresos y de las posibilidades de viajar, e incluso el calentamiento global, junto a los cambios culturales -estamos menos sobrios y más espontáneos-, nos están empujando al espacio público. No dejan de multiplicarse los negocios dispuestos a pagar las patentes municipales (bastante altas), que les dan derecho a ocupar con sillas y mesas algunos metros cuadrados de veredas.
El volumen de las voces y carcajadas ha subido, y en algunas calles más concurridas los residentes reclaman a sus municipios por los ruidos molestos. El calor llama a abrir las ventanas, los sonidos entran a las casas o suben a los edificios, así no se puede dormir…
Todo implica un aprendizaje, el desarrollo de hábitos nuevos, como lo hemos visto a propósito de los espacios disputados por ciclistas y peatones, o en relación con la presencia de perros y gatos en los edificios, supuestamente prohibida.
La creciente convivencia en el espacio público es una tendencia de enormes consecuencias. Se camina y se trota más, muchos más recorridos diarios se hacen en bicicleta, nuevas calles ofrecen locales con mesas en las veredas, crece rápido la población de mascotas santiaguinas que se sacan a pasear, y todo provoca interacciones entre vecinos y altera la tradición local, de “no conocerlos”.
Estamos viviendo una transición, de ser una ciudad de gente fría y puertas adentro, a otra bastante más sociable que ocupa con intensidad su espacio público, hasta horas avanzadas de la noche en verano.
En el siglo XVIII fue que Santiago comenzó a diferenciarse de otras ciudades en América Latina, cuando eliminó algo tan propio de la región como los mercados callejeros. Ahí comenzó a intensificarse la vida puertas adentro, de mucho patio interior y poca calle. Dentro de la región fuimos un caso aparte durante más de tres siglos. Ahora, parece, estamos dejando de ser la excepción que siempre fuimos.
CambioEstamos viviendo una transición, de ser una ciudad de gente fría y puertas adentro, a otra bastante más sociable que ocupa con intensidad su espacio público.