Opinión. Arte y Ciudad: Nomadismo y desaparición de la escultura en el espacio urbano
Por Marcela Ilabaca Z. Escultora y Magíster en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile. Se dedica a la creación, a la investigación y a la docencia en el área de Artes Visuales.
La ciudad de Santiago de Chile se presenta actualmente como un espacio que se suma al despliegue del proyecto modernizador global, de modo que, dominada por la vorágine que caracteriza a las grandes urbes, la ciudad se dibuja como un escenario complejo, vulnerable y en constante transformación.
La falta de regulación en el trazado urbanístico ha cedido paso a la colonización del espacio por una estética globalizada, que homogeniza las formas y condiciona el gusto de un habitante complaciente, lo cual hace de Santiago una ciudad cada vez más difícil de identificar y de reconocerse a sí misma en su -diariamente- renovado paisaje. Somos testigos así de la desaparición de lugares que se destruyen para ser reemplazados por la emergencia de las grandes alturas de la arquitectura comercial, por la velocidad de los medios de transporte, por la aparición de túneles y autopistas que construyen una espacialidad -y así una identidad- fragmentada.
El espacio se disputa entre las empresas inmobiliarias, la industria automotriz y las gigantescas imágenes publicitarias que proliferan a favor del sistema económico. Así pues, la ciudad que habitamos hoy se caracteriza por contener elevados índices de congestión visual y acústica, sumados a contrastes estéticos y sociales.
Desde esta reflexión buscaremos comprender cómo la escultura logra hacerse lugar en la apabullante y veloz ciudad que habitamos. No será el propósito de este estudio llevar a cabo un seguimiento histórico de la escultura emplazada en la ciudad de Santiago, sino más bien realizar un análisis crítico que nos permita develar que relaciones establece ésta en general, con el territorio a la vez diverso y complejo del espacio público.
Partiremos señalando que la escultura conmemorativa emplazada en el espacio público mantiene una relación con el entorno cada vez más descontextualizada, dado que el acelerado despliegue de la ciudad contemporánea, que como ya hemos revisado ha cedido territorio a nuevos elementos en el paisaje, ha dejado sumergido al monumento tradicional -que resistentemente aún se mantiene- en un agujero de invisibilidad, por cuanto el mundo que le daba sentido es ahora inexistente.
Múltiples esculturas grafican este fenómeno, por ejemplo, el Monumento ecuestre al General Manuel Baquedano realizado por el escultor chileno Virginio Arias el año 1928. Junto al monumento a Los héroes de la Concepción de Rebeca Matte, inaugurado en 1923 en La Alameda, el Homenaje a los Héroes de Iquique de José Carocca Laflor, inaugurado en 1962 en la Plaza Venezuela del Mercado Central, el Monumento al General Baquedano pertenece a uno de los tres homenajes encargados para conmemorar la Guerra del Pacífico (1879-1883), triunfo militar utilizado extensamente como motivo en las artes representativas chilenas. Siguiendo la lógica de la estatuaria tradicional, el monumento representa al General Baquedano -conocido por su participación en la guerra contra la Confederación Perú-boliviana- vestido de militar, montado sobre su caballo y ambos, erigidos sobre un enorme pedestal de piedra que junto a algunos elementos alegóricos utiliza el pretérito recurso del pedestal-tumba. Acompañan la escena, las figuras de un centinela y una mujer.
La lápida de bronce incluida a los pies de la representación en 1931, muestra la introducción de una innovación en términos de esculturas conmemorativas. Se trata de un homenaje al soldado desconocido, asunto que se comenzó a plantear en Europa después de la Primera Guerra mundial y que considera homenajear a aquellos soldados que perecieron anónimamente, destacando el sentido heroico de sus muertes.
Para emplazar el monumento se escoge como punto de ubicación un destacado centro citadino, la Plaza Italia, que en aquel entonces contaba con la presencia de otra estatua, cuyo bulto se hace remover para ubicar en su reemplazo el Monumento a Baquedano. Se trataba del monumento donado a Chile por la colonia italiana en 1810 y que, precisamente, le dio el nombre a la renombrada plaza. El reemplazo de una escultura en lugar de otra indica un carácter nómada de esta forma de estatuaria, puesto que su lugar de ubicación parece responder solamente a la necesidad de contar con un centro de interés visual privilegiado que permitiera destacarla. El Monumento a Baquedano y -seguramente- la mayoría de los monumentos emplazados en la ciudad de Santiago deben su disposición en el espacio y su escala a la intención de señalar y extender visualmente la historia hacia la ciudadanía.
Este afán por visibilizar un triunfo histórico a través del Monumento a Baquedano actualmente se ve en desmedro, pues la presión del espacio circundante originada por el tránsito automovilístico, la nueva arquitectura y la publicidad constituyen su desaparición, lo que no sólo significa que el bulto desaparezca visualmente, sino que, por sobre todo, éste ha quedado oculto ante la emergencia de un nuevo mundo en curso, con cuyo sentido ya no se encuentra en correspondencia. La indiferencia y desapego que tal anacronía produce en los ciudadanos conlleva a que la escultura quede enquistada en un territorio al que no logra pertenecer.
Este fenómeno, donde la escultura parece perder su lugar dentro de la gran urbe, se presenta no sólo en el monumento clásico, sino que también nuevas y modernas esculturas desaparecen, al no encontrar la manera adecuada de incorporarse a este complejo escenario. Es el caso de la escultura Giro del artista Iván Daiber ejecutada en fierro pintado el año 1999. Esta escultura se emplazó originalmente en una exhibición en el parque Américo Vespucio para posteriormente ubicarse por largo tiempo en la intersección de la Avenida Américo Vespucio con Avenida El Salto, quedando inserta, al igual que la anterior, dentro de un circuito automovilístico que la hace difícil de percibir. Su emplazamiento se realizó en otro de los tantos terrenos sobrantes generados a consecuencia de los proyectos de desarrollo vial, un territorio que no llega a ser otra cosa que un fragmento residual de terreno estéril. Este tipo de espacios perdidos se caracterizan por ser adornados con diversos tipos de objetos que vienen a tranquilizar la incertidumbre de no saber a quién pertenecen o para que sirven. “Estos retazos de terreno -señala el Arquitecto Felipe Assadi- quedaron definitivamente para ser observados -de reojo-, y todo lo que se ha hecho en su interior ha sido por bonito”1 . Tales circunstancias son entonces las que rodean a esta escultura de Daiber, influyendo notablemente en que ésta se vuelva invisible al supuesto espectador que transita en su automóvil desprevenido de su presencia. La escultura, al competir con el entorno, desaparece visual y espacialmente del medio, ni siquiera entra en conflicto con el lugar, observándose más bien como un accidente en el espacio, que no alcanza a interrumpir la atención del distraído transeúnte.
Nos preguntamos al respecto, cuáles son las decisiones que motivan este emplazamiento y nuestra conclusión se orienta a presuponer que éstas son producto de la necesidad de ornamentar dicho terreno baldío, ya que la escultura pasa a tomar el mismo lugar de las flores, palmeras, piedras u otros ornamentos, que tanto aquí como en otros espacios residuales generalmente se utilizan con un fin decorativo.
Además de su escala, la posición situacional de la escultura, su horizontalidad, acrecienta la condición geográfica del terreno, que similar a la de un zarzal, atrapa la forma ocultándola en la espesura de la vegetación. En función de esto nos preguntamos: ¿Cuál es la escala necesaria de una escultura para ser emplazada en el espacio público? Claramente, no se trata solo de un asunto de dimensiones, sino de la relación de sentido que la escultura establece con su lugar de emplazamiento. La escultura de Iván Daiber más que falta de tamaño carece de una relación con el lugar, pues no nace concebida para este espacio, por lo que no logra conformar una presencia contextualizada que le permita entrar en relación con éste. Es decir, la pieza pudo haber tenido un enorme tamaño y ser fácilmente percibida, pero ello no garantiza que la escultura guarde una escala de sentido con el lugar.
Un ejemplo concreto a considerar en relación a este tema es la problemática generada años atrás en torno a la posible ubicación de una escultura monumental en la plaza Gómez Rojas, aledaña al Barrio Bellavista de la ciudad de Santiago. La obra formaba parte de un proyecto arquitectónico que proponía erigir en este sector una escultura del Papa Juan Pablo II de 13,5 m. de altura situada además sobre un enorme pedestal, lo que incluiría la remodelación de la plaza ya mencionada y la realización de 350 estacionamientos subterráneos bajo ella.
El proyecto motivó una controversia para que medios de prensa, arquitectos, urbanistas, escultores y parte de la ciudadanía en general salieran en defensa del valor histórico y arquitectónico de este tradicional barrio, argumentando en contra de la colocación de la estatua. Los detractores del proyecto no concibieron la idea de que una escultura de motivo religioso fuese a definir el lugar como si fuese principalmente católico, además de considerar que su colosal tamaño destruiría la armonía arquitectónica del lugar. El escultor chileno Francisco Gacitúa, es uno de quienes argumentó: “Esa escultura no puede hacerse”, argumentando: “si se levanta, asesinaría un barrio único, que tiene un sello muy particular”2 . Es así como la opinión generalizada es que la escultura en vez de venir a significar el lugar relacionándose con éste, quebraría absolutamente la escala con el entorno tanto desde el punto de vista físico como ideológico.
A partir de su descrédito el conflicto pasó casi inmediatamente a manos del Consejo de Monumentos Nacionales lo que tampoco dio paso a un mayor debate estético. El CMN finalmente resolvió no emplazar el monumento en dicho espacio. Los argumentos dados señalan que: “El tamaño de la figura amenaza con romper la armonía histórica y urbanística de la ciudad”3 .
Bajo esta revisión, convenimos que la escultura del Papa nació carente de lugar ya que fue determinada, desde su concepción, por una escala descomunal que la condenó a desaparecer. Desaparecer en el sentido de que cualquiera que fuera su lugar de emplazamiento en el medio urbano no sería posible percibirla en su integridad. Descomunal también en el sentido de que desborda toda relación humana con el entorno, des-comunal entendido como aquello que no se reconoce como común al territorio ni a la comunidad. La idea de un enorme pedestal que la elevara por sobre el espacio circundante la inviste de un propósito por sublimar al personaje conmemorado, situándolo por encima de todo transeúnte-espectador que pudiera encontrar a su paso. Esto le otorga un significado similar al de los monumentos conmemorativos históricos, como formas que se imponen a la ciudadanía alejándose visual, espacial y contextualmente de su público.
Sin embargo, que la escultura no posea pedestal no implica necesariamente que se encuentre en sintonía con el espacio que habita. Observemos por ejemplo el caso de la estatua de Diego Portales emplazada en la vereda poniente de la calle Ejército en el centro de Santiago. Se trata de una estatua de bronce que se encuentra absolutamente desprovista de pedestal, sólo una pequeña placa la adosa al suelo. El contacto directo entre la estatua y la calle da cuenta de que el personaje quiere ser mostrado como un ciudadano común y cercano, no obstante, el modo en que está representado, su vestimenta, escala y materialidad contrarían dicho objetivo, generando más bien una contradicción visual: la figura no carece de solemnidad por el sólo hecho de ser bajada de su pedestal. Pese a estar despedestalizada, esta escultura parece estar fuera de todo sitio.
Observamos así que la escala, entendida como escala que es ante todo humana, es estar en relación interna con el entorno y su habitante, en virtud de lo cual es posible decir que una obra que participa del espacio y lo habita lo hace a través de una colaboración mutua con el entorno y sus habitantes, desde una escala pensada desde una dimensión estética que comprende tanto su entorno físico como también el conjunto de circunstancias urbanas, políticas y sociales que la rodean. De este modo la escultura es capaz de situarse, de hacerse lugar, en medio del espacio cultural su contexto.-
*Extracto de la investigación “El cambio de paradigma en la concepción del tiempo y el espacio en la escultura contemporánea” a partir de la obra de Richard Serra (2010).
- Assadi, Felipe. Los paisajes de la crisis. Revista VD: P. 82. Santiago, Chile. Noviembre de 2009 [↩]
- Entrevista a Francisco Gacitúa. El Mercurio. Santiago, Chile. Domingo 4 de octubre de 2009. P. E13. [↩]
- Los planes para la estatua del papa. El Mercurio. Santiago, Chile. Domingo 15 de noviembre de 2009. S.p. [↩]