El pueblo del epicentro olvidado
Por Ignacio Bazán, La Tercera.
Canela fue la comuna del epicentro del terremoto de la semana pasada. Y así como estuvo de moda las 24 primeras horas del desastre, su fama fue efímera y los focos se trasladaron al borde costero de la IV Región. Ahora sus habitantes reclaman abandono en medio del drama: alrededor de 15% de las casas de toda la comuna tiene estatus de inhabitable y los daños en infraestructura son evidentes y van desde la iglesia de Canela Baja hasta la escuela de Canela Alta. Esta es la historia del pueblo que el terremoto puso en el mapa por tan sólo un momento.
Habían llegado todos. En Canela Baja, la capital de la comuna de Canela, ubicada al sur de la IV Región, dicen que poco después del terremoto llegaron todos. Ya en la noche del 16 de septiembre, los expertos aseguraban que habían sido 8,4 grados en la escala de Richter y que el epicentro había sido en esta pequeña comuna, de la que pocos chilenos habían oído hablar en su vida. Entre Tongoy y Los Vilos, dice la expresión, el dicho popular. Justo ahí queda Canela, a unos 300 kilómetros de Santiago.
Pero sólo los canelinos y unos pocos más lo saben.
Por eso la sorpresa. En medio del desastre, los habitantes de Canela Baja por primera vez veían móviles de televisión en sus calles. Muchos móviles. Al día siguiente, el 17 de septiembre, llegaba la Presidenta Bachelet, arriba de un helicóptero, en una de sus primeras visitas presidenciales a la zona de catástrofe. Bernardo Leyton (47), el alcalde comunista de Canela, dice que esa visita no fue casualidad. “Pudo haber ido a Illapel o a Combarbalá, pero en La Moneda quisieron marcar que visitaban primero el lugar del epicentro”, dice Leyton, en su oficina municipal, frente a la plaza, como en la mayoría de los pueblos y ciudades chilenas.
Ese mismo día 17, con los primeros rayos de la mañana, se hizo evidente el daño en el borde costero de Coquimbo, Tongoy y varias caletas de la IV Región. Los muertos tras el terremoto pertenecían a otras comunas. En Canela, a pesar de que alrededor del 15% de su población perdió sus casas -y de que esa cifra es preliminar y puede aumentar-, todos se salvaron. Ni siquiera hubo lesionados.
Los móviles de tevé se empezaron a ir. Los voluntarios, que siempre están tras estas catástrofes, apenas llegaron. Y los canelinos se quedaron viviendo el desastre en la intimidad eterna que les produce estar entre Tongoy y Los Vilos.
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La fachada de la casa de Diosalinda Bugueño (69), en Canela Alta, es de un rosado profundo. Salvo un par de grietas, en el exterior de la vivienda de adobe no hay rasgos de grandes daños. Pero al entrar, la percepción cambia totalmente. La pieza en la que ella ha dormido junto a su marido, José Campusano (73), por los últimos 50 años tiene el techo caído en 45 grados. Sobre las dos camas de la habitación hay una docena de pedazos de adobe que, ese día, cuando pegó el terremoto, a las 7.55 de la tarde, cayeron sobre los colchones. “Si esto pasaba dos horas después, no estaría aquí, mi niño”, dice Bugueño.
En la puerta de la casa de los Campusano Bugueño hay un autoadhesivo pegado. Dice: “La felicidad está en Jesús”.
Y aunque Diosalinda Bugueño sabe que su casa, en la que tuvo a cinco hijas y dos hijos, tiene que ser demolida, todavía encuentra confort suficiente en estar frente a un plato de lentejas junto al resto de su familia. No es que Jehová les deba una tras su tragedia. Son ellos quienes le deben a Jehová por estar con vida. Así, al menos, piensan en esta familia evangélica.
La tarde del terremoto estaban todos en la cocina, que es una ampliación de ladrillo que resistió bien. Cuando empezó el movimiento, simplemente salieron hacia el patio trasero. Diosalinda Bugueño recién pudo ver que su pieza estaba destruida en la mañana siguiente. La noche la había pasado entera en el patio, tratando de no tenerles miedo a las réplicas.
Ahora, el sentimiento es de abandono e incertidumbre. “La Presidenta se pegó una pasada una tarde, pero nadie nos toma en cuenta”, dice Lorena Campusano (38), una de las hijas de Bugueño. “Fuimos el epicentro, pero estamos abandonados”.
Ella y sus hermanas con hijos en edad escolar tienen otro problema. La escuela de Canela Alta tendrá que ser demolida. Y a partir de esta semana los alumnos tendrán que ser integrados al liceo de Canela Baja. Con el miedo a las réplicas, no quieren enviar a sus hijos hasta Canela Baja, a unos 10 minutos en auto de Canela Alta. Campusano dice que fue a una reunión en la que las autoridades del liceo explicaron la situación. En medio de la reunión, hubo una réplica.
“Y el director salió arrancando”, cuenta. “¿Cómo voy a tener confianza en mandar a mis hijos si el primero en arrancar es el director?”.
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Canela es una comuna de 10 mil habitantes, de los cuales un 60% vive en sectores rurales. Canela Baja, donde está la municipalidad y donde viven unas dos mil personas, está a unos 20 kilómetros hacia la cordillera viniendo por el camino que borde la costa de la Ruta 5 Norte. Cuesta encontrar una superficie plana en la comuna. Por eso, cada camino está flanqueado por cerros, varios de ellos rocosos, muchos de los cuales se vinieron abajo el día del terremoto. Aunque el lunes las rutas ya estaban despejadas, en varios segmentos de los caminos interiores todavía hay rocas sobre el pavimento.
El día del terremoto se cortó la luz. Fueron 40 horas sin electricidad ni agua potable. “La Onemi reaccionó rápido y nos envió varias cajas de alimentos, además de bidones de agua”, dice Juan Tapia, encargado de protección civil y emergencia de Canela. “Lo que ahora necesitamos son carpas para las personas que están durmiendo en sus propios patios. Muchos no han querido dejar sus casas, pero están durmiendo a la intemperie o dentro de sus autos, los que tienen”.
Es el casco antiguo de Canela el que más ha sufrido. En Luis Infante, la misma calle donde está la municipalidad, una hilera de siete casas tendrá que ser demolida. Sólo se salvó una vivienda de ladrillo, entre todas las construcciones de adobe de la calle.
Al otro costado de la municipalidad está la iglesia Nuestra Señora del Tránsito. Los daños fueron graves. Tanto, que todos los banquillos y ornamentos religiosos están afuera, al aire libre. Después de años de recaudación de dinero a través de bingos y rifas, la iglesia terminó de ser remodelada en marzo de este año. Entre otras cosas, se le arregló el techo, se le cambió el piso y fue pintada. Ahora, lo más probable es que su destino sea la demolición, aunque el vicario Gino Jiménez hace intentos para que eso no ocurra. “Pedí un equipo de ingenieros y arquitectos a Santiago para que hagan los estudios”, dice, mientras muestra los evidentes daños en las paredes de adobe. Luego, comenta que la iglesia tiene unos 150 años. Es más antigua que la comuna de Canela misma.
La comuna fue fundada en 1894. Y su crecimiento se basó en asentamientos costeros, como Puerto Oscuro, desde donde se exportaba trigo y charqui a Perú y a California, en tiempos de la fiebre del oro. Hubo gente que se fue a probar suerte y desde California trajo el comino, especia que fue característica de la zona hasta que la disminución del cauce de los ríos redujo su producción al mínimo.
Canela todavía se sostiene en base a la agricultura -aunque con las sequías cada vez se siembra menos, dicen- y a la crianza de cabras y ovejas. Los hombres han empezado a emigrar al norte, a trabajar a las mineras. Hace poco más de un cuarto de siglo, Canela estaba entre las cinco comunas más pobres de Chile, según la Casen de 1994, pero el dinero que viene de la minería y la instalación del parque eólico de Canela, que está en la Ruta 5 Norte, le trajo un nuevo impulso a la economía. El comercio se revitalizó y muchos de sus habitantes arrendaron piezas en sus casas para los trabajadores de ese parque, cuya última etapa terminó de construirse el año pasado.
A pesar de varias evidencias de activación económica, en la municipalidad dicen que un 40% de la población todavía se encuentra viviendo en las condiciones del primer quintil más pobre del país. Eso podría explicar por qué el adobe de la gran mayoría de las casas no tuvo la mantención suficiente para resistir un terremoto.
“Hasta el momento, vamos en 250 casas inhabitables”, dice el alcalde Leyton. “Pero estimamos que una y media de cada 10 casas se va a tener que demoler. Alrededor de un 15%. Estamos preocupados de que nos olviden. Ante los fallecidos de Illapel o el daño causado por el mar en Coquimbo parecemos invisibles”.
A las casas que se demolerán se le sumará, probablemente, la iglesia, la escuela de Canela Alta, además de un centro asistencial, el más grande de la comuna, inaugurado recientemente. Por otro lado, el Juzgado de Policía local, el Injuv, la Oficina de la Mujer y la Oficina de Desarrollo local tuvieron que instalarse provisoriamente en un gimnasio, luego de que sus instalaciones quedaran inoperables.
También se vivieron situaciones de riesgos que nadie advirtió. En Canela Alta, en la escuela de 317 alumnos que se perdió por completo, también había un internado. En la noche del terremoto uno de sus muros cedió, rompiendo las cañerías de gas. Una sola chispa cuando volviera la electricidad y la escuela pasaba de estar en el suelo a estar en el aire.
Se tuvo que cortar el suministro de gas del sector para que eso no ocurriera.
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A pesar de que los habitantes de Canela Baja tienen plena conciencia de que su comuna fue el epicentro de un terremoto que se sintió hasta en Buenos Aires, las calles mismas del pueblo no reflejan un estado de emergencia extremo. La poca gente que anda dando vueltas camina con calma y buena parte del comercio ya funciona con normalidad. El drama real se ve adentro de las casas.
Valentina Latorre, directora social de Techo-Chile, es de los pocos voluntarios que se han visto en el pueblo y se aventura a lanzar una tesis sobre lo que ocurre en Canela: “Nos ha tocado ver un terremoto complicado, invisible, porque uno pasa por afuera de las viviendas y no se ve mucho daño, pero al ingresar uno se da cuenta del daño estructural y que las familias están viviendo una pesadilla puertas adentro. Muchos de ellos no quieren abandonar sus casas, con el riesgo que eso implica con todas las réplicas que han venido ocurriendo. También ha costado que llegue más la ayuda en comparación a lo que se ve en el bordo costero”.
Las fuertes réplicas, por otro lado, han sido un terremoto en progreso. Muros que se soltaron con los movimientos han terminado por ceder ante los coletazos posteriores. Eso le ocurrió a Alejandra Vega (41), quien perdió su panadería “El rincón del pan amasado”. Su casa y su negocio quedaron inhabitables, pero las réplicas le hicieron perder otras dos máquinas industriales producto de trozos de adobe que cayeron sobre ellas. La tarde del terremoto había preparado 30 empanadas a pedido para el inicio de las celebraciones del 18 en Canela. También las perdió. De los 10 millones de pesos que invirtió en su negocio, sólo quedó su horno industrial, de unos dos millones.
Ese día alcanzó a correr desde el interior de su local hacia el patio trasero. Mientras la tierra se movía, por el ruido al interior de su casa-negocio, intuyó que la mano se venía pesada. Las capas de estuco que caían de las paredes de adobe, los gritos que se escuchaban de todos lados, hacían la imagen aún más difícil de digerir.
Vega había partido haciendo pan casero junto a su marido. El negocio lo había hecho a pulso y hace un par de años se había decidido a arrendar cerca del centro de Canela para vender más. Y le había funcionado. Les alcanzaba para vivir y pagar los 600 mil pesos en los que se habían metido con los bancos para poder ampliarse. El terremoto los dejó sin casa, sin fuente de trabajo y sin ahorros.
Mientras sus hermanos, su marido y sus sobrinos sacan todas sus pertenencias del patio de la casa para llevarlos a un terreno prestado donde se construirán una casa provisoria, Vega hace pan amasado en un horno hecho con un tambor de lata. Vega lo perdió todo, pero igualmente ofrece once: el pan amasado recién horneado, queso de cabra, mantequilla y té. Dice que en estos días no se ha dado tiempo para quebrarse, que sólo se emocionó cuando sacó las plantas que había puesto afuera de su local para decorar.
Vega dice que Canela Baja es un pueblo tranquilo, que no hay problemas de robos, drogas o violencia. Otros de sus vecinos han coincidido en ese diagnóstico. También cuenta que el mejor día para vender pan es el martes, cuando a Canela llega toda la gente del campo a abastecerse.
-¿Qué plantan en el campo?
-Marihuana.
Vega dice que Canela es conocida por ser un foco rojo de producción de cannabis y que muchos de sus clientes bajan en enormes camionetas. “Son cabros chicos que no han ido a la universidad. ¿De dónde van a sacar la plata?”.
Bernardo Leyton, el alcalde, dice que eso no es más que un estigma, que alguna vez fue así, pero en la comisaría de Canela admiten el problema. “Entre octubre y abril activamos los operativos”, dice el suboficial mayor Domínguez, quien se atreve a afirmar que la producción de cannabis sube un poco cada año y que va a parar principalmente a Santiago, Ovalle, Coquimbo y La Serena.
Más allá de dónde venga su clientela, Vega está preocupada por el futuro de ella, su marido y sus tres hijos. Mientras cae la noche, a la hora de once en el patio de su casa destruida, se nota desazón. Dice que nunca se ha ganado un fondo para emprendedores del gobierno y cree que esta vez no será la excepción. “Ya no creemos en nada”, dice su yerno Oscar Castillo (48), quien perdió su cafetería en el centro de Canela. “Mientras nosotros estamos en todo esto, nuestro senador Pizarro nos manda saludos desde el Mundial de Rugby”.
Castillo se sale del tono lúgubre y no lo dice ni con rabia ni con pena. Lanza la frase como una broma. Y en la mesa de la familia de Alejandra Vega, la matriarca, esta vez todos ríen. Como si no tuvieran una casa que construir, un negocio que rearmar o créditos por pagar. Ríen porque están juntos, porque hay comida sobre la mesa.
Y porque no falta ninguno.