La vivienda popular, de la marginación a la ciudadanía (Parte I) / por Jordi Borja
Nota introductoria (( Este trabajo tiene su origen en un texto destinado a una obra colectiva coordinada por Alfredo Rodríguez y Ana Sugranyes; “Con suburbios y sin derechos. La situación del derecho a la vivienda adecuada en Chile” (Corporación Sur, Santiago de Chile, 2015). Esta versión ha sido modificada y ampliada por lo que se puede considerar original. ))
La vivienda es algo más que la vivienda. Es el lugar de convivir, de reproducir la fuerza de trabajo y de construcción de lazos afectivos. La vivienda es también una de las condiciones para acceder de facto a la ciudadanía. La vivienda urbana es algo más, o algo menos, que una vivienda. Algo más pues la vivienda urbana formal, integrada en el tejido ciudadano, que vive en un entorno con otras viviendas similares, con servicios básicos propios de la ciudad, con comercios y espacios de usos colectivos, con transportes, escuelas, servicios de salud, etc.
El habitante una persona igual, reconocida por los otros, visible, que forma parte de una “comunidad”, del vecindario, del barrio, de la ciudad. Todos tienen derecho a no avergonzarse de donde viven1 . Para muchos habitantes la vivienda es algo menos que una vivienda. La marginalidad territorial que es a su vez social genera una dinámica excluyente: dificultades formativas, vivir en un medio humano que comparte déficits de todo tipo; falta de relaciones con gentes distintas que pueden proporcionar pistas, contactos, informaciones y recomendaciones; sentirse excluído de los medios profesionales, académicos, culturales. El habitante en estos casos no puede ejercer de ciudadano, su status formal (si lo tiene) no puede ejercerlo.
¿El derecho humano a la vivienda es un derecho?
En nuestra cultura actual se da por obvio que todo el mundo tiene un derecho a la vivienda. Pero para muchos no lo es. Lo proclaman declaraciones de Naciones Unidas, Constituciones de países de América y Europa, Foros y Asambleas de autoridades locales y de organizaciones sociales. Pero las leyes y las prácticas jurídicas y las políticas públicas no consideran este derecho como ejercitable, no se reglamentan, se mantiene intocable el código de derecho civil, no se aplica ni se exige a jueces y a gobernantes aunque lo consideren un derecho. Es lo que se denomina “derecho programático”, para que sea real depende de las políticas públicas y del mercado y solo tiene acceso a materializar este derecho o si tienen una demanda solvente o forman parte de una clientela política.
En realidad es un privilegio, no un derecho. Este teórico derecho queda anulado por la legislación y la judicatura que protegen ante todo el derecho de la propiedad. El suelo urbano es principalmente de propiedad privada, la promoción y construcción de viviendas está en manos de las empresas privadas (excepto programas sociales destinados a algunos sectores de muy bajos ingresos) y el financiamiento a cargo de los bancos. El suelo es objeto de especulación, las viviendas más o menos dignas son mercancías en vez de bienes accesibles a todos, los sectores bajos y medios deben endeudarse con los bancos y en períodos de crisis los desahucios son masivos. Los gobiernos anuncian o intentan promover políticas públicas que en el mejor de los casos se quedan a medio camino. Cuando se actúa en las áreas centrales o cualificadas el mercado genera la gentrificación y cuando se desarrollan intervenciones públicas y masivas de vivienda social se crean zonas de exclusión.
Las Cartas de derechos, incluso cuando son ratificadas por los Estados (empezando por la Carta de derechos humanos de NN.UU. de 1948), no tienen fuerza impositiva y lo mismo los artículos de las Constituciones que proclaman el derecho a la vivienda y la función social de la propiedad. Ciertamente sirven para legitimar las demandas sociales. Es un argumento importante para reivindicar el derecho y conseguir a veces que se promuevan los cambios legislativos y se implementen las políticas públicas que hagan más o menos facilitar el ejercicio de este derecho.
Las Cartas de Derechos dan la razón, no la fuerza para aplicarla. Pero hace más difícil a los poderes políticos y económicos oponerse radicalmente a derechos legitimados pero no legalizados del todo.2 Añadir “derecho humano” es un calificativo que refuerza el derecho pues conlleva una exigencia moral, un valor reconocido en nuestra cultura desde las revoluciones democráticas del siglo XVIII (Francia y Estados Unidos) y en menor grado, pero cada día más tenida en cuenta la Carta Magna de Inglaterra (1215), la tradición de los “commons” (los derechos y bienes comunes) y la larga tradición de los movimientos asociativos populares y la influencia de los “niveladores”. Creo pertinente tener en cuenta estas dos líneas históricas de derechos. Las revoluciones del siglo XVIII fueron nacionales (el derecho de los pueblos) y reconocieron los derechos individuales.
La declaración de derechos humanos de la Revolución francesa (1789) proclamó “la libertad, la igualdad y la fraternidad”. Pero la Constitución (1791) concretó estos derechos en en “libertad, seguridad, propiedad y resistencia a la opresión”. La Revolución americana (1775-83) fue una insurrección promovida por los propietarios que se sentían expoliados por el gobierno británico por medio de impuestos (“no impuestos sin representación”). La Constitución (1787) fue muy criticada ya en su momento por Thomas Paine por su carácter extremadamente individualista. La posterior declaración de derechos (Bill of Rights, 1789) a pesar de los intentos de promover los derechos humanos por parte de Jefferson (“el derecho a la búsqueda de la felicidad”) mantuvieron el individualismo. Como es bien sabido, la promoción de los derechos y de las políticas sociales en Estados Unidos ha sido muy larga, más rezagada que en Europa (hasta el “Welfare state” del periódo roosveltiano).3
Los derechos sociales colectivos emergen inicialmente en Inglaterra que se expresa en la Carta Magna y principalmente en su complemento, la Carta del Bosque (1217) que en los siglos siguientes se desarrollará mediante la Ley de pobres (1601), la presión de los “levellers” y las ampliaciones progresivas de la citada ley. Se reconocen a colectivos sociales que requieren una atención específica: desocupados o sin ingresos, afectados por las crisis o catástrofes, ancianos y niños desvalidos, los que ahora llamaríamos “sin techo”, etc. Se establece que los “barones” (los propietarios) deben atender a los pobres y los jueces les deben sancionar si no lo hacen. Obviamente la vaguedad de estas normas fueron más o menos aplicadas, se consideraban más bien obligaciones morales que jurídicas pero en muchos casos se aplicaban y han tenido una influencia que ha perdurado hasta hoy.
En el Reino Unido la cultura política reconoce aún hoy la existencia de clases sociales (lo cual no significa que se pretenda cuestionar la jerarquía social). La regresión social que se produjo con la revolución industrial (recuerden la obra clásica de Engels “La condición de las clases trabajadoras en Inglaterra) provocó una recuperación de las tradiciones asociativas (“unions”), los valores de los “levellers” y las exigencias de políticas sociales específicas. Su vigencia, o mejor dicho su prestigio, se demuestra en la gran exposición que ha producido la British Library con ocasión del ochocientos aniversario de la Carta Magna (1215-2015).4
En resumen, desde las sociedades precapitalistas hasta el siglo XX y en los países que hoy consideramos desarrollados se han dado dos tipos de procesos democráticos pero con un déficit de derechos para las clases populares. En unos casos hubo países que progresaron en lo que se refiere a las libertades civiles y políticas pero hasta épocas recientes (a lo largo del siglo XX) no han reconocido algunos derechos sociales básicos, pero no todos. En otros se reconocieron derechos elementales de protección social para los sectores más vulnerables y con muy bajos ingresos pero se resistieron más a reconocerles como actores políticos5 .
En ambos casos se demuestra que cuando hay un déficit político los derechos humanos sociales son precarios y arbitrarios y viceversa, cuando se reconocen los derechos políticos pero no se dan potentes políticas sociales los sectores populares viven de facto excluidos del escenario del poder. La desigualdad social genera alienación política. Y no bastan los derechos humanos institucionalizados si no hay cuotas de poder político. La democracia exige lo que denomina Balibar “igulibertad” (igualdad y libertad).6
No quisiera dar a entender que pretendo devaluar los “derechos humanos sociales”, como tantas veces se menosprecian los “derechos políticos formales”. Ambos son necesarios. Y no solo ésto, los unos sin los otros los que teóricamente existen son de facto inoperantes. El valor de los derechos humanos se sitúan en el ámbito moral, se basan en valores que van más allá de las ideologías políticas y de los intereses económicos, la inmensa mayoría de la humanidad asume la legitimidad del derecho al trabajo y al salario digno, a la sanidad y a la educación, a la protección de los desvalidos y a la seguridad, a la vivienda adecuada…
Concretar estos derechos legitimadores es la tarea necesaria en cada época y en cada país. Lo cual nos lleva por la senda intelectual que discurre entre la vivienda y la ciudad, entre los derechos humanos y las políticas públicas, entre la exclusión y la ciudadanía.
- Recuerdo de niño, en la escuela. Un compañero de clase no quería decir donde vivía, se puso a llorar cuando se le forzó a confesar que vivía en un conjunto de chabolas. Más tarde en Paris, un compañero brillante con el que había compartído un postgrado de urbamismo me comentaba que más de una vez le habían seleccionado para un puesto de trabajo sobre la base de su currículo, pero cuando se presentaba y le pedían su lugar de residencia y respondía que estaba con su familia en una “cité” (conjunto de viviendas sociales) le rechazaban. [↩]
- En el texto introductorio de la obra citada, Con suburbios, sin derechos, de Ana Sugranyes se exponen muy bien las principales Cartas de Derechos Humano. [↩]
- Nos parece innecesario indicar referencias sobre estas revoluciones debido a la muy abundante bibliografía. Un autor recomendable es Habsbawm (“Las revoluciones burguesas” y en general el conjunto de su obra) [↩]
- Sobre la Carta Magna y su influencia hasta ahora veáse “El Manifiesto de la Carta Magna. Comunes y libertades para el pueblo” de Peter Lanebaugh, Editorial Traficantes de Sueños, Madrid 2013 (edición original en inglés 2008) y “Magna Carta. Law, Liberty, Legacy”, Claire Breay and Julian Harrison, British Library, 2015. Ver también un espléndido artículo de Eric Habsbawm, conferencia de 1982 con el título “La clase obrera y los derechos humanos”, ver su publicación en castellano en el libro “El mundo del trabajo. Estudios sobre la formación y evolución de la clase obrera”. [↩]
- El Reino Unido desarrolló paralelamente libertades políticas y derechos sociales, pero muy gradualmente y mediante fuertes conflictos. Pero en otros países los cambios fueron más dispares. En Francia y especialmente en Estados Unidos las libertades políticas se desarrollaron en el siglo XIX pero mucho menos los derechos sociales. En cambio en Alemania el sistema autoritario bismarkiano desarrolló la protección social pero siempre en un marco no propio de la democracia liberal. [↩]
- Étienne Balibar, “Ciudadanía”, Adriana Hidalgo editora, Argentina (2013 (selección de textos de 2005-2010, original en italiano 2012) y su obra más reciente “Citoyen-sujet” (PUF, Paris, 2012). [↩]