El abrupto desliz del Mapocho
Ricardo Astaburuaga creció caminando por el Valle Central y lo llegó a conocer como pocos. Según él, la geología nuestra es tan avasalladora que el chileno la lleva “en su cuerpo y en su alma durante toda su existencia”. Cada cierto tiempo nos estremece y nos “hace dudar de todo”.
Le gustaba citar al geógrafo francés Jean Borde, quien había definido el territorio chileno como una “gigantesca vertiente montañosa”.
Somos un país-ladera, con vocación de suelo en pendiente. País de avalanchas, aluviones, aludes e inundaciones. Ante tal escenario, decía Astaburuaga, la Oficina Nacional de Emergencia de la República de Chile debiera ser tan poderosa como un ministerio, con seremis y todo.
Al final de sus días publicó su “Morfología de las ciudades de Chile”, donde nos recuerda que Santiago está construido sobre metros y metros de suelos de relleno. Coincidía con la aguda frase del sociólogo Jorge Larraín: “Los chilenos no podemos tener los pies en la tierra, porque es una tierra incierta”.
El habitante primitivo del valle del Mapocho observó que el mejor escenario natural correspondía a las quebradas aluvionales, ricas en aves y vegetación, de fecundos suelos húmedos y oscuros. Ellas fueron su primer hábitat, cerca de ellas para no perderlas. El agua, de vertiente precordillerana, era excelente.
Los periodistas extranjeros hablan de Santiago de Chile como “ciudad andina”, categoría que no terminamos de asimilar a menos que tengamos una crisis. A los pies de los Alpes y los Pirineos, sus habitantes crearon un lenguaje propio de siglo en siglo, que corresponde a su geografía; avalanche , en francés, viene de aval, “hacia el valle”, avaler, “rodar cuesta abajo” y labes, “caída, deslizamiento”. Nosotros tuvimos una avalancha en 1978, la que destruyó la planta concentradora de una mina, en las alturas de Las Condes.
Somos montañeses. Los ciclistas saben que habitamos una ladera. Sus piernas lo indican, cuando suben con esfuerzo o se deslizan en descenso.
La ciudad creció en la ribera de un torrente de montaña, capaz de ocupar un cauce de 200 metros de ancho cuando se desmorona, “cuesta abajo”, una masa estacional de agua y lodo. De ahí que, para enfrentarla, se hizo el colonial Puente de Calicanto de esa misma dimensión, exacta: 200 metros. Cuando se decidió demolerlo (1888), de inmediato reclamó la poesía popular: “Señores, mucho cuidado,/ dijo el río rezongando/verán lo que va a pasar/por tarme acanalizando”, escribió el poeta Pedro Villegas.
La palabra aluvión se refiere a desborde, crecida de aguas. Tiene su origen en el latín ad lavare , lavar, bañar, que es lo que hemos sentido esta semana reciente, que Santiago fue lavado entre lluvias intensas por arriba y aguas de montaña por abajo.
En los pueblos antiguos es común el mito del diluvio, palabra que tiene la misma raíz de lavar, disolver, pero a mayor escala. Se hizo popular hace unos 10 mil años, por alteraciones en el clima, fenómeno que produjo cambios tan bruscos en los niveles de las aguas, que generaron ese género mítico.
Un ciclo que según algunos expertos está de regreso. Para quedarse.