Restricción vehicular: por la razón o el bolsillo

 

Lo que más se critica al esquema de restricción vehicular (aka Hoy no Circula en México, Pico y Placa en Colombia) es el ser una medida cortoplacista cuyos efectos van disminuyendo hasta desaparecer cuando su aplicación se extiende en el tiempo. Es cierto que ha ayudado a renovar el parque vehicular y a introducir determinadas tecnologías, como los convertidores catalíticos, en las ciudades donde se ha utilizado, pero después de más de tres décadas de aplicación en la región sus resultados actuales son más bien discutibles. A estas alturas del partido queda más o menos claro que se trata de una buena aspirina ambiental capaz de reducir la cantidad de vehículos en circulación durante los primeros días de aplicación, pero este positivo efecto se diluye en la medida que la población automovilista encuentra formas de adaptación en la forma de autos prestados o de la compra de segundos vehículos, usualmente más baratos (y por ello más contaminantes) que el coche titular. La industria automotriz siempre ha aplaudido la medida. Por algo será.

¿Es posible extender en el tiempo los beneficios de la restricción vehicular sin sufrir sus efectos secundarios? Al parecer sí. Una primera respuesta es ir rotando permanentemente los dígitos de las placas con prohibición de circular (en el entendido que todos los automóviles, sin importar su modelo, están afectos a la medida). Esto siempre incomodará –por no decir enfurecerá- a la población automovilista, porque le hará difícil encontrar autos sustitutos en días de veda motorizada, obligándola a cancelar o compartir viajes, o a hacerlos en modos distintos al automóvil particular. Irritante desde el punto de vista individual, pero altamente positivo desde una mirada colectiva. Moraleja: mientras más imprevisible es la restricción, mayor es su impacto.

Una segunda forma ha sido recientemente aprobada en Bogotá y está siendo promovida por el Ministerio de Transportes en Santiago, y consiste en ofrecer exenciones a la prohibición de circular mediante el pago de un pase diario. Aunque parezca poco lógico fortalecer una medida estableciendo maneras de librarla, la idea tiene un par de argumentos poderosos detrás: en primer lugar, crea una interesante fuente de captura de recursos que pueden ser ocupados para la mejora de los servicios de transporte público o la construcción o mejoramiento de la infraestructura para caminar y pedalear. Con ello desaparecen en parte los tradicionales argumentos utilizados por la población automovilista para no ocupar otros modos. La segunda razón es que este pago es un poderoso incentivo para no comprar segundos vehículos, adquisición que se torna innecesaria si se cuenta con válvulas más fáciles y económicas para desplazarse en auto en días de restricción.

Ahora bien, el éxito de una medida así depende de qué tan bien se calcule el cargo a pagar. En este sentido, y aunque dé algo de pudor decirlo, lo mejor es dejar que actúe la mano invisible del mercado para determinar el costo de la tarifa. Éste deberá ser tan alta como para garantizar que un número limitado de automovilistas se acoja al beneficio (digamos no más de un 10% de aquellos inhabilitados para circular en días de restricción), pero sin que el pago acumulado sobrepase el costo de la compra de un segundo automóvil. Por esto mismo no estoy de acuerdo con establecer tarifas diferencias de acuerdo al precio del vehículo, algo que propone el Ministro Gómez-Lobo en una columna publicada la semana pasada en La Tercera. Si bien es cierto es una medida socialmente bien intencionada, en la práctica beneficia a los automóviles más contaminantes, estableciendo un pequeño incentivo perverso para la compra de modelos baratos de segunda mano.

(Abramos paréntesis para un pequeño ejercicio: supongamos que el 10% de los automovilistas de Santiago están dispuestos a pagar por circular el día que les corresponde restricción. Esto equivale al 2% del total del parque vehicular, unos 30 mil automóviles en total, que disminuirían en algo, pero no demasiado, los efectos del programa de restricción vehicular. Si estos automovilistas estuvieran dispuestos a pagar unos diez dólares por el pase diario (menos de lo que gastan en un viaje de ida y vuelta en Uber), se recaudaría la interesante suma de 300 mil dólares cada día de restricción, los que pueden destinarse íntegramente a auxiliar las frágiles arcas de Transantiago. No suena mal)

Se podrá decir que es una medida que favorece a los más ricos. Es cierto, pero también favorece a los más pobres, ya que ofrece una importante fuente de recursos para mejorar el transporte colectivo o subsidiar su tarifa. Sí, favorece a los ricos, pero es este grupo el que en la actualidad, sin pago de por medio, cuenta con mayores opciones para librar la restricción, ya sea consiguiéndose un coche prestado, comprando un segundo modelo, o pagando una exorbitante tarifa dinámica en Uber. Si van a desembolsar dinero para librar la restricción, prefiero que ese dinero termine financiando transporte público de calidad y no en las arcas de un concesionario automotriz.

No, no conozco a nadie que le guste pagar por algo que siempre se ha ofrecido de manera gratuita, pero ese es el precio de apostar a políticas que históricamente han fomentado el uso de automóvil particular en nuestras ciudades. La restricción vehicular es la medida de emergencia cuando fallaron –o mejor dicho no se implementaron- las políticas, programas y proyectos orientados a favorecer el transporte público, la caminata, la bicicleta, o un uno más racional del automóvil. La congestión nos quita tiempo valioso, hace que nuestras ciudades sean menos productivas y el aire irrespirable. Bajar gente del auto ya dejó de ser opción. Hay que hacerlo, por la razón o el bolsillo.

Columna originalmente publicada en Pedestre.