Columna: Barcelona mañana será tarde
¿Barcelona es una ciudad terminada? ¿Hay que acabar de llenar algunos vacíos, como Sant Andreu-Sagrera, en Zona Franca, Collerola y algo más? ¿La ciudad debe crecer sobre la ciudad pero sin densificar más la ciudad? ¿Es la hora de concentrarse en la calidad de vida de sus habitantes? Estas preguntas parecen tener respuestas fáciles y probablemente compartidas por la gran mayoría de la ciudadanía. Y está creo que es la orientación del gobierno de la ciudad. Es una opción que puede casi garantizar una exitosa reelección. Una política urbana ambiciosa requiere como mínimo dos o tres mandatos. Las ciudades no pueden ensimismarse pues a medio plazo decaen, devienen elitistas y viven en un círculo vicioso. Una Barcelona que opte solo por la calidad de vida de sus habitantes acabaría siendo un balneario para acomodados y turistas de medio pelo. La ciudad vive y progresa por sus contradicciones.
La ciudad no está terminada. Vivimos en una ciudad metropolitana, ciudad de ciudades. Pero sin gobierno conjunto ni proyectos compartidos, sin un sistema de centralidades que reduzca los desequilibrios, sin políticas públicas potentes que contrarresten las dinámicas excluyentes. Los dos grandes desafíos a lo que nos enfrentamos son las desigualdades sociales o sea las injusticias espaciales y la insostenibilidad debido a los usos despilfarradores del suelo, del agua, de la energía, del aire, de las infraestructuras y de las arquitecturas, de la contaminación y del calentamiento del planeta, y de la movilidad. Las políticas urbanas contribuyeron a reducir las desigualdades en los años 80 y 90 pero en los últimos 20 años las desigualdades se han acentuado especialmente entre la ciudad central y la periferia. Las múltiples alarmas respecto a la sostenibilidad han servido de muy poco a pesar de la creciente sensibilidad y conocimientos de la ciudadanía y de los expertos. Las grandes multinacionales y los gobiernos de los Estados participan de esta absurda carrera hacia el precipicio. Y las ciudades, en un marco globalizado financiero y comercial, han caído en una trampa absurda como es la “competitividad” del territorio.
Sin embargo las ciudades pueden contrarrestar estas dinámicas. Siempre que su ámbito territorial sea pertinente. Barcelona es el centro de una ciudad plurimunicipal donde se gestionan las políticas públicas que condicionan la sostenibilidad del territorio y donde se manifiestan las desigualdades y las exclusiones. Hace ya más de 60 años que se definió el ámbito metropolitano para la planificación y unos años más tarde, en 1960, se creó un ente de gestión de “urbanismo y servicios comunes”. En el marco político-jurídico del franquismo no era posible crear una civilidad metropolitana. La democracia generó un espíritu municipalista arraigado no solo en la institución local, también en el tejido asociativo y en la cultura ciudadana. Los resultados fueron casi siempre positivos. Los electos hicieron obras y desarrollaron servicios y mejoraron la calidad de vida de sus municipios. Pero el ámbito territorial no era ni es el adecuado para responder a los retos de las ciudades. Catalunya debe basarse en un centenar de entes supramunicipales como ya vaticinó Pau Vila y las ciudades metropolitanas, como Barcelona, el Camp de Tarragona y Girona-Empordà.
La Barcelona metropolitana puede organizarse sobre la base de los 10 distritos y los municipios del entorno metropolitano. El gobierno y el consejo metropolitanos deberían ser directamente electos, con competencias de planificación y gestión estrictas. Algo similar al Greater London Council. El actual gobierno de la ciudad condal no puede conformarse con el argumento que la ciudad está “terminada” y que las resistencias locales son de campanario. Barcelona debe plantearse los dos grandes retos: la desigualdad y la sostenibilidad. No es admisible que las desigualdades tengan un reflejo de injusticia espacial y de impotencia ante la actual insostenibilidad.
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